Angustia

Descargar en PDFImprimir

Es uno de los sentimientos, de las emociones más crueles que el ser humano pueda llegar a sentir. Porque la angustia, se nutre del resto de las emociones negativas para crecer. Y a veces, se hace tan grande, que se vuelve incontrolable. Es como hacer un licuado. Sí, no va a ser la última vez que use esta metáfora, porque la vida en sí, es la mezcla de muchas cosas, que se ponen en un aparato que las tritura, y de todo eso, hace una sola cosa. En este caso, el producto final, está hecho de muchos otros sentimientos. Odio, amor, miedo, desconfianza, decepción, bronca, rencor, tristeza, entre tantos otros. De algunos, dependiendo del caso, puede tener un poco más, y de otros, un poco menos. Es más, no siempre son los mismos. Puede que haya alguno o algunos, que no estén.

No es solo esto lo que hace a la angustia tan cruel. Hay mucho más. Porque la angustia, a diferencia del resto de los sentimientos, nunca se apaga del todo. El rencor puede irse. El odio, ir disipándose. El amor, caer en el olvido. Pero ella, sigue ahí. Sigue ahí, porque aunque todo se vaya yendo de a poco, la razón principal por la que nos angustiamos, está tan arraigada en nuestra mente, como el primer día. Y puede durar días, semanas, meses, años. Si no sabemos manejarla, contrarrestarla, y en definitiva, superarla y dejarla atrás, nos destruye. Porque ese es su cometido. Ir destruyéndonos de a poco, hasta que de nosotros, solo quede la nada misma.

Mi Angustia

Son las 3 de la mañana, o tal vez un poco más, no lo sé, no estoy segura. No me quiero levantar a fijarme la hora, no tengo ganas. Intenté de todo. Dejar de pensar, practicar reiki, meditación, escuchar música, leer un libro, todo. Y nada funciona. De niña aprendí a llorar en silencio. Cuando no podía contarle a nadie que quería ser una niña, una mujer, lloraba. Y lloraba despacio, muy despacio, sin ruido. Para que nadie me escuche. Pero las lágrimas caían sobre mi almohada. Siempre caen, siempre quedan. Pero el llanto, no se oye, nunca se oye. Es como la metáfora del árbol y el bosque. Si el llanto no se escucha, no existe, no está, no importa, no vale, no sirve de nada. Aún así, si se escucha, muchas veces, tampoco sirve. Pero el llanto es una calma para el cuerpo, para el alma, para la mente, y para el espíritu. O eso creo yo. Una vez lloramos, podemos descargar todo eso que llevamos dentro. Ya sea alegría, felicidad, o… tristeza, angustia, como en este caso. Las lágrimas se lavan con el agua, se van. Pero el llanto, también queda dentro nuestro. Y ese llanto que queda dentro, también es difícil de superar.

Las horas continúan pasando. La noche no se detiene, se hace día de nuevo. Y la marcha inexorable del tiempo, me recuerda que no dormí nada, y que tengo que levantarme. Que tengo que empezar de nuevo, sin siquiera haber terminado. Que tengo que seguir, sin siquiera haber descansado. Que a pesar de que yo no puedo hacerlo, el mundo, la vida, la gente, las cosas, todo tiene que continuar. Y me cuesta mucho darme cuenta de que tengo que hacer lo mismo.

Soy un software. Yo misma me programo para seguir órdenes, ritmos, actividades, para hacer cosas. Para no detenerme. Y claro, yo sé de eso, de programar, de hacer que las aplicaciones hagan lo que necesito que hagan. Para eso me programé. Para hacer lo que necesito hacer, ni nada más ni nada menos. Para seguir una lógica. Un conjunto de instrucciones predeterminadas, que logran que las cosas, salgan relativamente bien. Y funciona. Para todo lo demás, funciona. Pero para mi mente, no.

Me duele la cabeza, la panza; Todos los días. Voy al médico. El diagnóstico, al fin, al momento de publicar esta entrada, ya lo sé. Celiaquía. Pero es el estrés, el que hace que se agrave la enfermedad. Quedarme despierta, no sirve, porque al día siguiente tengo sueño. Empiezo a tomar té de tilo, y ahora sí, puedo dormir. Pero dormir, tampoco sirve. Porque cuando duermo, duermo mal, tengo pesadillas. Y me despierto más asustada y cansada que antes. A veces me despierto a la madrugada y lloro, no puedo evitarlo. No puedo evitar pensar, recordar, intentar entender el por qué de todo. Los recuerdos, la tortura constante de lo que me acontece, es como un puñal que vuelve a clavarse una y otra y otra vez, en mi mente, en mi alma, un alma, que al menos por ahora, está rota. Y que necesita sanar.

Intento hablar, y no puedo. No me sale explicar cosas que ni yo misma puedo entender. Me ha pasado muchas veces. Esta, es una más de ellas. Intento escribir. Estas líneas y las anteriores, van formando una secuencia que me ayuda a sacar afuera lo que llevo dentro, aunque nadie entienda realmente de qué se trata. Y como dije, no puedo hablar. Solo llorar, escribir, intentar soñar, intentar dormir bien, intentar no despertarme a la madrugada, intentar buscar soluciones. Explorar todas las variables posibles en esta aplicación de la vida. Una aplicación que, aunque creas que podés planificarla, programarla de alguna forma, al parecer, no es solo una cuestión de voluntad. Es mucho más que eso. Y es muy difícil darte cuenta de que, aunque creas tener el control de todo, hay muchísimas cosas que se te van a escapar. Porque no todo depende de vos, de mí, ,de cualquier otra persona. Depende de muchas más cosas, de muchísimos factores externos.

Intento llevar un diario. Con fechas, situaciones, ideas, cosas que se me ocurren, etc. Me sirve. Me ayuda a tratar de, si bien ya sé que tengo el control de muy pocas cosas, por lo menos intentar tenerlo sobre mí misma. Es bueno, es sanador, es desestresante, de alguna forma. Pero a la noche, siempre a la noche, me encuentro sola. Con mi mente, mis fantasmas. Una mezcla horrible de sucesos reales, con otros que jamás ocurrieron, con otros que podrían ocurrir, y otros que jamás tal vez ocurrirán. ¿O sí? No lo sé, ya no lo sé. Ya no estoy segura de nada.

Me siento una estúpida. Por confiar tanto en las personas, toda mi vida. Por creer que el mundo está lleno de buenas personas. Por pensar que, por ser discapacitada no iban a querer lastimarme. Que error, que grave error. Durante toda mi vida confié demasiado. Y no debería haberlo hecho.

—No te digas estúpida. Porque si te lo repetís mucho, te lo vas a creer. No fuiste estúpida, fuiste ingenua. Confiaste en las personas equivocadas. Y por eso te pasó lo que sea que te haya pasado. Pero podés salir de eso, aprender. Es lo que tenés que hacer, para que no vuelva a pasarte. Y vengarte. Sí, pagarles con la misma moneda, a aquellos que te hicieron daño. O si podés, mucho peor. Dejarlos tan destruidos hasta que no quede ni un despojo de esas personas. —Me dijo una persona a la que solo pude contarle que traicionaron mi confianza, esta vez, por última vez. ¿Quiero? ¿Puedo? ¿Debo? Siguen siendo las preguntas esenciales que tengo que hacerme.

Continúo preguntándome: ¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué yo? Realmente, no creo merecerlo. No creo ser tan mala persona como para tener que sufrir tanto. Sinceramente, no lo entiendo, no puedo terminar de entenderlo. A veces creo que nunca lo voy a entender.

—Lo que pasa es que vos pensás que todo el mundo es bueno. Y lamentablemente, está muy lleno de gente de mierda. Gente egoísta que no mira más allá de su propio ombligo. Y es horrible. Pero es así. Y tenés que aprender a no confiar. Lamentablemente también, a las personas más buenas, les pasan las peores cosas. Es así, es el karma de la vida, —me dijo una persona cercana a mí.

Lo intento cuando me ducho. Me quedo bajo el agua durante largos ratos, esperando que todo lo malo se vaya. Intento rituales de sanación espiritual, meditación, técnicas de respiración y relajación. Lo intento todo. Y todo sirve, me ayuda a ir saliendo de a poco. Pero a veces, no puedo. Me inventé un mantra. Empiezo a contar, cada vez que subo y que bajo, que me levanto y vuelvo a caer: 0, 1, 2, 3. 0, 1, 2, 3. Ni un número más. ninguno. Solo hasta ahí. Y vuelvo a repetir: 0, 1, 2, 3. 0, 1, 2, 3. A continuación, una pregunta inocente, pequeña, infantil, perturba mi mente. Y la respuesta, no me gusta para nada.

—¿Qué poder te gustaría tener?

—Volar, —respondo inmediatamente.

—No, pero dejame terminar la frase. ¿El fuego, o el hielo?

—El fuego, como los dragones.

—Y pero te gusta Frozen. ¿No te gustaría tener el poder del hielo?

—Sí, me gusta Frozen, pero no quiere decir que me guste su poder. Me gusta el fuego, y volar. Porque me gustan los dragones. Y los dragones, vuelan y escupen fuego.

Sí, me gustaría ser una dragona. Grande, majestuosa, poderosa. Mirar a la luna llena un día y convertirme en una. Así nadie jamás se burlaría de mí. Nadie más me traicionaría, nadie más se reiría en mi cara, nunca más. Volar y escupir fuego a todo aquel que se atreva a intentar tomarme por estúpida. A todo aquel que se atreva a intentar tomarme el pelo, a jugar conmigo. Esa sería mi venganza perfecta. Ese sería mi daño, mi poder. La mayor expresión de mi ira. Pero eso no existe más que en mi imaginación. Y ahí se queda, ahí termina. Ahí encuentra su punto final. ¿Entonces, qué hago? ¿Qué puedo, quiero, o debo hacer? No tengo respuestas para eso.

No me importa qué digan de mí, no me importa lo que piensen. No me importa que crean que me estoy victimizando. No importa si piensan que estoy exagerando. Ya no me importa. Solo me importa lo que pienso, lo que siento en estos momentos. Estoy enojada conmigo, con el mundo, con la vida. Estoy… Sí, angustiada. Muy angustiada. Quiero llorar, gritar, hacer estallar todo en este preciso instante. Siempre traté de brindarme a los demás, sin intentar recibir nada a cambio. Pero hubo quienes se aprovecharon de mi bondad, de mi ingenuidad, y por último, de mi confianza. Por eso, ya nada ni nadie me importa. Solo, la gente que sé que realmente me quiere, y a la que sé que realmente le importo.

Salgo. Me junto con amigas. 0, 1, 2, 3 veces. Las veces que lo necesite. Salgo a pasear, visito a familiares. Voy a la plaza. Camino, camino mucho. Voy hacia ninguna parte, a la nada misma. Mi cuerpo sabe hacia donde tiene que ir, qué tiene que hacer. Pero mi mente, al menos por un rato, lo olvida. Solo salgo, y camino. Las voces, los ruidos de los autos, colectivos, motos, camiones, bicicletas, todo me distrae, me lleva hacia otro lado. Los perros, los chicos, todo me transporta. Continúo caminando. El sol en mi cara, alumbrándome como diciéndome: “hola, estoy acá. No estás sola. Siempre voy a estar para acompañarte, a menos que sea de noche, o esté nublado. Si es de noche, vas a tener a tu luna, a tu querida y tan adorada luna”. Me saca una leve sonrisa. El viento me empuja hacia atrás, como queriéndose llevar la parte baja de mi vestido, mi cartera, y a mí misma. Pero por un tiempo, logra llevarse todo lo malo, lo negativo. Sé que, como en los casos anteriores, solo van a ser momentos de pequeña paz, antes de que mi mente, caiga en sus propias guerras. Pero eso, al menos por ahora, me sirve, me alcanza. Funciona. Quisiera quedarme así, en calma, en paz. Ya no tener que pensar en nada más que solo el ruido, y mi mente en blanco, o diciéndome: “vos podés, dale que vos podés. Pudiste con mucho. Esto no tiene que ser la excepción. Tenés que salir adelante, tenés que seguir. Porque sos fuerte, sos valiente. Solo tenés que dejar todo eso atrás, y seguir adelante”. Sí, dale, cuando vos quieras che. Posta que es re fácil genia. Sos re grosa conciencia, e. Calladita te ves más bonita. ¿Nunca te dijeron eso? Bueno, vos fijate que es así loca. No puedo. Lo intento, y muchas veces siento que no puedo. Intento que mi mente quede en blanco de nuevo. Continúo caminando. Despacio, muy despacio. Sé que quienes me vieran, no me reconocerían, no sabrían que soy yo.

Estoy a punto de cruzar una calle. Faltan unos metros para llegar a la esquina. Un señor grande se me acerca y me pregunta:

—¿Disculpame, vas a cruzar nena?

—Sí, —le respondo.

Llego a la esquina. él se acerca despacio. Lo tomo del hombro. Esperamos que los autos pasen para poder cruzar…

—Hace rato que no te veía, que no nos encontrábamos. —Me dice. Ahí, le reconozco la voz.

—¿Como andás? Estás muy linda. Me alegro muchísimo que estés así. Que puedas ser feliz. Me alegro mucho, enserio. De todo corazón. —Me dice. Y sé que no lo dice con malicia, ni con ningún otro tipo de mala intención.

Recuerdo nuestras charlas, sus luchas, la marcha a la que fuimos. Las historias compartidas, y lo que no me animé a contarle. Lo que ahora él, se dio cuenta. El cambio que vio en mí. Fue hace ya un largo tiempo cuando nos conocimos, y cuando nos vimos por última vez… Vamos cruzando la calle despacio, muy despacio, a su ritmo. Los autos y colectivos esperan pacientes a que terminemos de pasar.

—Muchísimas gracias. —Le respondo—. Realmente me hace muy bien todo lo que me está diciendo. Mis luchas se están poniendo complicadas, pero ya tengo mi DNI, y ese sé que es un enorme logro.

—De nada chiquita, no tenés nada que agradecer. Las luchas son complicadas, pero siempre hay una luz al final del túnel. Te lo dice un sobreviviente, vos sabés… Bueno, te dejo. ¿De acá ya podés seguir solita?

—Sí, —le respondo—. ¡Muchas gracias de nuevo!

Tal vez sí, tal vez es así. Tal vez, solo tenemos que dejar pasar el tiempo, y esperar a que las cosas se vayan acomodando, para que de una vez por todas, empecemos a sanar. A dejar todo lo malo atrás. Pero, no podemos hacerlo solos, él, tampoco pudo. Y ahí, es donde también están las personas que quieren vernos bien, a las que les importamos. Y además, las personitas más importantes de este mundo para mí. Esas personitas especiales sin las que, todas las luchas, metas y objetivos, no tendrían el mismo significado, no serían iguales. Tal vez, como dice mi hermano, encontramos esas respuestas, caminando por la calle. tal vez, en realidad, solo encontramos, más preguntas. Tal vez, aunque vayamos y vengamos, siempre terminamos en el mismo lugar…

Matías Barberis: “El mismo lugar”.

Dejá una respuesta