La bicicleta y el monstruo

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Creo que puedo decir, que esta historia, está inspirada en hechos reales. Ya que, en su mayoría, todo lo que aquí cuento, ocurrió tal y como lo describo. Aún así, seguro que hay algunas cosas que tal vez mi mamá pueda corregir, no lo sé todo con exactitud. Para escribir esto, hubo cosas que le pregunté, pero otras decidí dejarlas a mi imaginación, y por supuesto, a la de ustedes. Espero la disfruten.

Dicen que los monstruos siempre aparecen en la oscuridad. Debajo de las camas, del otro lado de la ventana o de la pared, en los sótanos o lugares pequeños y oscuros de la casa. Pero a veces, no es así. A veces, aparecen a plena luz del día. Y es que en realidad, los monstruos, no existen. Pero en nuestra infancia, en nuestra imaginación, les damos el carácter de entidad. Y es así, como los hacemos reales. Como hacemos que cobren vida. Como logramos tenerles miedo, y hasta si nos sentimos lo suficientemente valientes, atrevernos a enfrentarlos. Esta, es una historia de un monstruo. Pero es uno muy distinto, a los cuales están acostumbrados.

La casa en la que viví durante mi infancia, era grande. Bastante grande. El patio solo, tenía unos 30 metros de largo. Y para atrás, estaba toda la casa. Tenía una pared de ladrillos de un lado, y una de chapa del otro. No sé si voy a poder explicar bien la distribución de todo el contenido del patio. Lo tengo bien claro y nítido en mi imaginación, pero es difícil pasarlo a palabras, para que se hagan una representación real del plano. Y es que, si no logro que lleguen a comprender esto, lograr que entiendan la historia en su totalidad, va a ser muy difícil. Pero bueno, voy a hacer lo posible.

Cuando salías de la casa propiamente, te encontrabas en el medio. A tu derecha, a unos 2 metros, había unas rosas junto a la pared. Más adelante, había una galería que tenía 3 columnas de material del lado izquierdo, y un techo. Entre la segunda y tercer columna, había rosas también. Salías de la galería, y a 5 metros, había un árbol de durazno chiquito. Y por último, nada hasta el final. Al medio, siguiendo derecho desde la puerta, no había absolutamente nada. Ibas directo al portón. Mientras que hacia la izquierda, teníamos, casi a la altura de la entrada de la galería, la pileta, luego, había unos 3 metros más hacia algo de lo que voy a hablar más adelante, y después de eso, no había nada más hasta el final nuevamente. A veces los vecinos traían autos que dejaban en ese espacio libre de la izquierda, porque en sus casas no tenían espacio. Pero bueno, no siempre era así.

La bicicleta

Yo, a los 7 años, en mi primer bicicleta con rueditas. Tengo el pelo corto, una camisa a cuadritos y jeans beige
Yo, a los 7 años, en mi primer bicicleta con rueditas.

Tenía unos 7 años cuando llegó. La época de todos mis primos, mi hermano y yo, andando en triciclos, hace rato se había terminado. Recuerdo que fue un regalo de reyes. No se dan ni idea la alegría que teníamos. Era impresionante. Por fin, una bicicleta. Claro que al principio, la usábamos con las clásicas rueditas. Hay pocos niños que logran tener la valentía de animarse a usarla sin rueditas de una. Y definitivamente, no pertenecíamos a ese selecto grupo. Pero en fin, empezamos a andar. De a poco, con cuidado. En mi caso, muchas veces despacio, para no chocarme con los obstáculos que sabía que estaban. Y así, fuimos aprendiendo, hasta que llegó un día, en el que solo eso, se volvió aburrido.

El primero que lo intentó y lo logró, sin tantas dificultades, fue mi hermano. Claro que le costó, como a todo el mundo. Pero no tanto, como sabía que me iba a costar a mí. Así es, decidimos sacarle las rueditas, e intentarlo al fin, sin ellas. Él lo había logrado. Y ahora, era mi turno. En lo personal, quise dejar pasar algunos días antes de animarme. Sabía que iba a ser muy difícil, y hasta, para qué mentir, tenía miedo de nunca poder hacerlo. Pero dentro de mí, sabía que lo tenía que intentar. Que al menos, tenía que ver, si iba a poder por fin andar sin rueditas o no.

Nadie de mi familia se opuso en ningún momento a que lo hiciera. Entonces, decidí empezar de a poquito. Sosteniéndome con la mano izquierda de la pileta, y poniendo la mano derecha sobre el manubrio, y los 2 pies sobre los pedales, me iba dando impulso hacia adelante. Primero se me caía el pie, era como algo automático. Como si no quisiera estar ahí sin ningún tipo de sostén, y se bajara solo. Eso hacía que me raspe las piernas. Y eso dolía. Pero no iba a ser el único dolor que me cause esa gran proeza. Al fin, un tiempo después, y con algunos raspones más, empecé a andar sin ayuda. Iba hacia el final del patio, pero ahí paraba, y volvía. Porque todavía, no me animaba a doblar. Hasta que comprendí que el patio era grande, y que iba a tener el suficiente espacio para dar la vuelta, y volver por el centro del patio nuevamente. Al llegar a la parte entre la pileta, la galería y la casa, era muy distinto. El espacio era chico, y sabía que no iba a ser nada fácil. Pero claro, no iba a rendirme. Ya había llegado hasta ahí, y tenía que dar el paso siguiente.

El gran obstáculo con el que tuve que enfrentarme al doblar cerca de la puerta de la casa, fueron las rosas que estaban contra la pared derecha. Mi idea era llegar, doblar a la izquierda, luego a la izquierda otra vez, y entrar por la galería. Es decir, en realidad era algo así como un giro continuo. Porque se supone, que no tenía que doblar 2 veces, si no solo una, y continuar doblando hasta esa entrada, y andar por un nuevo camino. Pero nada, eso. Sí. Doblé una vez, y no doblé lo suficientemente rápido como para no chocarme con ellas. Así que, digamos que quedé a medio doblar, y me clavé algunas espinas en el hombro. Todavía recuerdo a mi mamá sacándomelas, mientras yo lloraba, pero a la vez no movía ni un pelo, porque sabía que iba a ser peor. Cuando eso pasó, continué. Esta vez, sí pude conseguirlo, y al fin entraba a la galería, la pasaba derecho, subía por una montañita de tierra, y salía hasta el centro del patio, para no chocarme con el arbolito de duraznos. Llegaba hasta cerca del portón, daba la vuelta, y me dirigía de nuevo hasta la puerta de la casa, para empezar otra vez desde el principio.

Pero los obstáculos, seguían existiendo. Mi objetivo final, era poder andar por todo el patio, sin chocarme con absolutamente nada de lo que había. Y en este sentido, el paso siguiente, era pasar por entre las columnas de la galería. Y claro, era de suponer. Las rosas entre la segunda y la tercera. No saben cómo me quedó la panza. Toda llena de rayitas. En cierta forma era divertido tocarlas. Era como cuando hacemos un montón de rayas con puntitos en una hoja en braille. Y, aunque las rosas de la pared quedaron durante muchísimo tiempo, por más que le haya pesado a mi abuela, las de la galería, sí tuvieron que desaparecer, para que yo continúe con mis avances.

Con el paso del tiempo, fui mejorando, y muchísimo. Ya podía andar por casi todo el patio. Incluso, cuando mi hermanita menor fue creciendo, la subía a upa en la bici, y la llevaba a ella también. Como se me hacía complicado pedalear y manejar con ella arriba, me iba indicando cuando tenía que doblar. Aún así, no era tan difícil. Ya no me chocaba con las rosas, podía entrar por la galería y salir, y hasta incluso pasar por el costado de la pileta. Sé que no lo mencioné antes, pero había una zanja a un metro de la pileta, hacia la izquierda, antes de la chapa que marcaba el otro límite de la casa. Claro que, aún me faltaba lo más importante, trascendental, y dificultoso de todo. Enfrentarme al gran monstruo, del centro del patio.

El monstruo

Recuerdo que sucedió un típico día de verano. El sol resplandeciente, me hacía compañía, como en tantos otros días en los que me disponía a andar en bici. Sí, así es. Era uno de esos días maravillosos, en los que iba a disfrutar de mi deporte favorito. Empecé, y mi idea era como siempre, continuar hasta el final del patio, y volver. Pero esta vez, algo fue diferente. Llegué al centro, y me detuve. “No sé si voy a poder hacerlo. Tengo miedo de golpearme, de caerme a la zanja, de lastimarme peor que nunca…” me quedé pensativa unos largos minutos. Era la mayor de todas las cosas que había emprendido jamás con la bicicleta. Las dudas me asaltaban por doquier. ¿Sería finalmente, capaz de hacerlo?

Estaba en la parte izquierda del patio, y a unos 3 o 4 metros adelante de la pileta. A solo unos 50 o 60 centímetros de la zanja, no mucho más. Pero era tan grande, que daba sombra desde un poco después de la pileta, hasta el final del patio, pasando por todo el centro, por supuesto. Sí. Mi monstruo, era un árbol. Más específicamente, un pino. Lo habían plantado cuando mi papá nació, y para esa altura, era tan alto, que yo no llegaba ni siquiera a tocar las ramas más bajas. Solo podía tocar el tronco. Y ni hablar de la copa. Jamás vi la copa de un árbol, más que en algunos dibujos en relieve. Es por eso, que cuando intentaba dibujarlos yo, solo lo hacía con ramas, porque era lo que conocía. Pero volviendo a aquel pino, la copa, no solo no podía imaginarla, si no que sabía que siempre iba a ser inalcanzable. Exacto. De seguro ya lo imaginan. Yo tenía que enfrentarme a ese gigante. Yo tenía que dar la vuelta alrededor de él. Pasar por el espacio que quedaba, entre el tronco del árbol, y la zanja.

Soy consciente de que, imaginar un monstruo como lo imaginaba yo, es difícil. ¿Cómo puede, un tierno y lindo árbol ser un monstruo? Pero si lo ven desde mi punto de vista, como algo gigante, inalcanzable, casi intocable, y con el poder de cubrirte tan majestuosamente con su sombra, así, parece más sencillo. Y es así como lo veía, como lo sentía. Con una presencia tan imponente, tan poderosa, que me resultaba difícil el pensar siquiera, en enfrentarme a él. Pero una vez me decidí, sabía que ya no había vuelta atrás.

Mi idea era regresar a la puerta de la casa, y empezar desde ahí. Una vez en el centro del patio, debía ir girando hacia la izquierda hasta rodear el árbol, pasando por entre este y la zanja, y continuar girando hasta salir por entre el árbol y la pileta otra vez, hasta el patio. Ahí decidiría si, iría hacia la derecha, a la puerta de la casa, o a la izquierda, al portón que daba a la calle. Pero como vengo contando, las cosas no siempre salían desde el principio como yo quería. Creo que esta premisa, incluso puede aplicarse a la vida. Pero en fin, esta vez, no solo no fue la exceppción, si no que además, el costo que tuve que pagar, fue muy alto…

Como venía diciendo, empecé desde la entrada de la casa. Al llegar al centro, doblé a la izquierda, y… Sí. Me di de frente con el tronco del “monstruo”. Me caí, y me puse a llorar. Me sangraba la nariz y la boca. Cuando me llevaron al médico, me dijeron que uno de los dientes permanentes, de arriba adelante, se me había roto de raíz. La operación para extraerlo, y reemplazarlo por una prótesis, era muy riesgosa. Por lo que iba a quedar ahí, muerto, para siempre. Así es. Esta vez, mi proeza con la bicicleta, me había costado nada más ni nada menos, que un diente. La marca visible, de aquella incursión alrededor del pino. Una marca, que quedaría por el resto de mi vida. Y si creen que eso me detuvo, están realmente muy equivocados.

Volví a pararme en el centro. Esta vez, lo miré con furia. Con una furia enorme, con una ira casi incontrolable. Le reclamaba, con la cabeza apuntando hacia arriba, como mirando directamente a sus ramas, a su copa. “mirá lo que me hiciste. Si te pensás que te vas a salir con la tuya, estás muy equivocado. Voy a pasar por ese espacio entre vos y la zanja, por donde apenas entra la bicicleta, así como lo hace mi hermano, aunque pierda todos los dientes de la boca. Espero me hayas entendido. Porque no lo voy a volver a repetir. Lo voy a intentar de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, hasta que me salga”. Y así lo hice. Pero esta vez, con una táctica diferente.

Era otro de esos días de verano. El sol iluminaba todo el resto del patio, en donde él no llegaba, claro está. Empecé andando desde la puerta de la casa. A medida que incrementaba la velocidad, el viento se empezaba a sentir. Un viento cálido y frío a la vez. Un viento que intentaba llevarme hacia atrás, aunque yo quisiera ir hacia adelante. Entré bajo el campo que cubría su sombra. Llegué hasta el centro del patio, pero seguí, sin doblar, ni detenerme. Casi cuando estaba llegando al portón, di la vuelta hacia la izquierda. De a poco, fui doblando la bici, inclinándola hacia la derecha, porque quería entrar desde ahí, directamente a ese pequeño espacio, entre el monstruo y la zanja. Y esta vez, lo logré. Pasé derecho por ese costado, continué entre la pileta y la zanja, y llegué de nuevo al principio. Doblé a la izquierda, y volví a empezar. En esta ocasión, entré por la galería. Subí la montañita de tierra, y doblé a la izquierda, para salir al centro. La incliné un poquito a la derecha, para no chocar al árbol de frente nuevamente, y fui directo para doblar a la izquierda, y al fin, rodear el árbol, pasando entre él y la zanja.

Continué así durante horas. Dando vueltas y vueltas alrededor del patio. Atravesando la galería, la montañita, el centro, todo el espacio libre, rodeando el árbol, la pileta, y volviendo a empezar. A veces, por entre las columnas de la galería. A veces, por el medio del patio. A veces, rodeando el árbol ni bien salía al centro. Y siempre, con el resplandeciente sol y el viento cálido por un lado, y la enorme sombra y el viento frío por el otro. Y es esa imagen con la que decido quedarme. Con ese andar constante, con ese bucle infinito de la bicicleta. Y es que hoy, muchos años después, tal vez, y solo tal vez, estoy contando esta historia para abrir una pequeña ventanita al pasado. Para decirte a vos, que estás andando en esa bicicleta sin parar: “La vida va a ponerte muchos obstáculos. Va a golpearte, y seguro te va a lastimar. Van a aparecer muchos monstruos a los que vas a tener que enfrentarte. Probablemente, te dejen marcas permanentes, difíciles, o hasta imposibles de sanar. Vas a caerte muchísimas veces, y hasta te va a ser difícil levantarte. Pero no importa. Hacelo. Sí. Levantate igual, y seguí andando. Un paso a la vez, un objetivo a la vez, superando un obstáculo, y recién después, yendo al siguiente. Porque no importa que nunca toques la copa de un árbol. No importa que no llegues siquiera a tocar una rama. Importa estirar los brazos, y nunca dejar de intentarlo. Hasta donde sea que llegues. Logres lo que logres, recordá que siempre que te caíste, te levantaste, te volviste a subir a la bicicleta, y seguiste tu camino. Sé, que ahora no vas a entender todo esto que te estoy diciendo. Pero la verdad, me encantaría, y me haría muy feliz, que realmente lo entendieras algún día”.

5 comentarios sobre “La bicicleta y el monstruo

  1. Te prometo mi relato sobre objetos con ruedas y monstruos terribles.
    De esos que existen todavía.

  2. Me encantó tu relato, Kathy, me lo imaginé todo, detalle por detalle. Siempre tan valiente y resiliente, a pesar de lo que sea. Ah, lo leí con audio y me encantó. Un abrazo grande, gracias por compartirlo ❤️

    1. Muchísimas gracias por leerme! Me alegro un montón que te guste lo que escribo. Lo hago con el más puro sentimiento, y desde lo más profundo de mi alma y corazón, siempre. Sabés que me encanta leerte a mí también. Te quiero!

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