La Pajarita y la Mariposa

Hace mucho que no nos aparecemos por aquí. Y es que, la vida nos lleva a veces por otros derroteros, que no somos capaces siquiera de imaginar. Por supuesto, que dejar de escribir, nunca. Pero, existen ocasiones en las que dirigimos esta escritura, a un objetivo en particular, y tan personal, que se hace difícil elegir qué compartir y qué no. Además, bueno, a principios de año, había iniciado con un proyecto bastante ambicioso, que no pude finalizar por el momento, pero que sé, lo haré en un futuro cercano, y del cual, en algún momento tendrán noticias. En fin, a pesar de todo esto, cada vez que volvemos al ruedo, lo hacemos de una forma poco convencional. Y esta, no va a ser la excepción.

Es la primera vez que una entrada se encuentra bajo 2 categorías. “Soñando despierta”. Las historias que se escapan de mi mente, de lo más profundo de mi imaginación. Y “otros autores”. Porque, es la primera vez también, en la que escribo y publico una entrada en conjunto, con una colaboradora que, en esta oportunidad, prefiere permanecer de forma anónima. En fin, de parte de ella y mía, les dejamos este pequeño cuentito infantil, que hicimos con tanto cariño, para ustedes. Esperamos lo disfruten.

La Pajarita y la Mariposa

Cuentan que en un hermoso valle, oculto entre montañas, se encontraba una pobre y solitaria mariposa. Hace mucho había abandonado el mundo exterior, en cuanto abandonó su crisálida de oruga. Desde entonces, decidió refugiarse en una pequeña casita que se había construido para sí misma. Donde nadie podía entrar. Donde tenía la absoluta tranquilidad de que estaría segura. En ese pequeño rinconcito, guardaba todo lo que no quería que nadie conociera de ella. Lo bueno, y lo malo. Su fortuna, y sus desgracias. Sus tristezas, y alegrías. Había quienes, momentáneamente, lograban entrar a esa casita. Pero solo por un tiempo, y para conocer apenas una parte de ella. Solo lo que ella quería mostrar. Y a quienes quería mostrárselo. Había quienes pensaban o sentían que la conocían. Que con solo hablar con ella, podían saber lo que iba a hacer o pensar al momento siguiente. Pero estaban equivocados. Porque sí, en algunas cosas esta mariposa era tan clara y transparente como el agua. Pero en ocasiones, tan impenetrable como un muro de concreto. Y fue así, en esta solitaria casita, como empezó a alejarse cada vez más de sus sueños y sus ideas. Día a día, comenzó a dejar de apasionarse por todo aquello en lo que creía. Aún así, en el fondo de su corazón quedaba algo de ese todo que ella era, de su esencia, sueños y alegrías. Era lo que la llevaba día a día a seguir adelante. A luchar por algunas cosas, aunque dejara de lado otras. A intentar entender el por qué de todo, aunque luego no supiera bien qué hacer con aquello. Pero en realidad, su vida en esa pequeña casita de aquel gran valle, distaba mucho de ser tan segura y tranquila, como ella creía. Y es que, a veces se desataban enormes tormentas y tempestades que amenazaban con destruirlo todo. Era en esos momentos en los que la pobre mariposa no sabía qué hacer. Intentaba proteger su casita de todo daño. Arreglarla al día siguiente, pintarla de vivos colores que el agua y viento luego arrastraban o dejarla secarse por los rayos del sol, cuando este salía. Pero muchas veces era imposible. Aveces parecía que tendría que reparar las grietas y rupturas que quedaban para siempre, y su vida no tendría otras aventuras.

Fue en uno de esos días en los que aconteció, lo que les contaré a continuación.

Estaba anocheciendo en el valle cuando la mariposa, después de limpiar y ordenar la casita, se puso a mirar por una de las ventanas. Ahí fue cuando se percató de que en el horizonte se vislumbraban enormes nubarrones. Comenzó a preocuparse. Una nueva tormenta se acercaba. Tendría que hacer hasta lo imposible para que su hogar sufriera el menor daño posible. Se puso a trabar puertas y ventanas por las cuales el viento rugía, con fuerza y furia. Estaba por hacer lo propio con la puerta principal, cuando escuchó un par de suaves golpes en la misma.

—¿Quien es? —Preguntó la mariposa extrañada de que alguien llegara a visitarla a esas horas.

Una temblorosa voz respondió desde el otro lado de la puerta:

—Soy una pajarita. Necesito refugio de la tormenta que se acerca. Estoy lejos de mi nido, y no podré volar para volver a tiempo. ¿Me podrías ayudar?

La mariposa observó la puerta dubitativa unos momentos, antes de abrir. Al final, decidió que no era la primera vez que daba cobijo a viajeros casuales. Claro que no fueron pocas, las veces en las que se había arrepentido de haberlo hecho. Los viajeros tomaban su comida, sus hojitas con las que arreglaba la casita o sus cosas sin permiso, o simplemente se iban sin agradecerle su ayuda. Esperaba esta no fuese una de esas visitas…

Al abrir, al otro lado, una pajarita con un moño rojo en la cabeza, similar al que ella tenía, la miraba sonriente. “Debe ser buena señal”, se dijo, apartándose para que pasara. Cerró la puerta, y la invitó a sentarse.

—¡Se viene fuerte esta tormenta! —Comentó la mariposa para sacar tema de conversación.

—Sí, el viento es amenazante. Gracias a que me abrieras la puerta no va a arrastrarme hacia a saber qué lugar frío y oscuro…

—¡-Entraste justo a tiempo! Creo que va a empezar a llover, —comentó la mariposa, al tiempo que se oían truenos y las ventanas se iluminaron con un rayo.

—Sí. Pero a veces, las tormentas no están solo afuera. A veces, están en nuestro interior. Y son las más difíciles de combatir. Porque las llevamos con nosotras mismas. —Le dijo la pajarita, después de un suspiro.

La mariposa quedó pensativa unos momentos, mientras notó la mirada de su visitante que recorría la casita de arriba a abajo,, observando los objetos que había allí.

—¿Sabés qué? ¡Tenés unas alas muy bonitas! —Añadió.

—¡Ho! ¡Muchas gracias! —LE respondió esta, mientras se ponía a revolotear a su alrededor, sintiéndose halagada.

Ambas sonrieron, y comenzaron a charlar. La mariposa le contó que al principio, era una pequeña oruga, a la que pocos entendían. Que luego se convirtió en una crisálida, y que debía permanecer escondida porque tenía miedo de que la vieran. Sentía mucha vergüenza de sí misma, hasta que finalmente se convirtió en la mariposa que ahora era. Aún sentía miedo de muchas cosas, pero aprendió a tener la fuerza y la voluntad suficiente para enfrentarlas. La pajarita, le contó que no era fácil vivir en un nido de pájaros donde de todos, era la más pequeña. Hace poco lo había dejado, y aunque se estaba construyendo el suyo propio, las cosas tomaban tiempo. Y que a medida que este pasaba, se sentía cada vez más frustrada al no poder lograr sus objetivos como lo deseaba. Se sentía perdida, aveces agotada, y aveces sólo un poco cansada. Algunos días salía a caminar por ahí, pero al volver, perdía el rumbo a casa. Otras veces, dejaba el nido y al regresar las hormigas habían devorado su comida, le habían quitado su manta favorita o encontraba algún transeúnte queriendo entrar. Aveces no quería volver. Aveces ese sueño de un nido para ella sola parecía imposible.

La mariposa le contó que, aunque se sentía libre en algunas cosas, se sentía prisionera de otras. Aún existían quienes la juzgaban, diciéndole que ella nunca iba a ser como las demás. Y, aunque intentaba que eso no le afectara, a veces, no era posible. Continuaron hablando toda la noche, mientras la tormenta se hacía sentir allá afuera, contra las puertas y ventanas de la pequeña casita. Pero dentro del lugar parecía haberse calmado la tormenta que ambas sentían en su interior, dejando una sensación de calma absoluta. No importaban los golpes que a veces daban las ventanas por el viento, o el temblor del suelo por los truenos, o el golpeteo incesante de la lluvia contra el techo. La mariposa parecía haberse olvidado de los problemas. Y la pajarita también.

En un momento, mientras las horas transcurrían entre charlas y charlas, la pajarita se quedó en silencio. Hasta que después de unos instantes, le dijo:

—Tengo que decirte algo, aunque tenga un poco de miedo. Pero si Ya empecé, ahora voy a terminar. Sos una mariposa muy bonita, y especial. Siento una tranquilidad muy linda cuando estoy cerca tuyo.

—¿En serio? —Le preguntó la mariposa, que sonreía—. Bueno, a mí también me pasa lo mismo. Es como si la tormenta no hubiese estado presente. Pero yo sí no me hubiese animado a decírtelo. Soy una mariposa un poco más tímida. Y creí que estas cosas, ya no eran para mí. Pero si a las 2 nos pasa lo mismo, entonces creo que está bien.

Al día siguiente la tormenta había cesado. Y a ellas, les tocaba la hora de despedirse. La mariposa debía reconstruir su casita de los daños de la tormenta, que notó al salir de la misma. Y la pajarita, terminar de construir la suya. Así fue, como quedaron en volver a verse nuevamente. Pero, sin saber cuando llegaría ese momento, decidieron mantenerse en contacto por otros medios. Sí, así es. Las palomas mensajeras andaban durante todo el día de adentro a fuera del valle, llevando mensaje tras mensaje entre ellas. Y empezaron a conocerse y descubrirse, un poco más cada vez. Fue en esos ires y venires que se dio la oportunidad para que puedan verse otra vez. La pajarita tenía una hermosa voz, y un canto melodioso que cautivaba los oídos de la mariposa, cada vez que la escuchaba. ¡Twiii twiii! Cantaba la pajarita al ir acercándose a la casa de la mariposa. Y esta salía corriendo a recibirla. Una vez juntas, charlaban, seguían contándose sus vidas, y recorriendo el valle de un lado al otro, de principio a fin. Después de algunas visitas, ningún rincón había quedado sin que ellas lo exploraran. Aún así, faltaban más cosas que debían aprender la una de la otra.

En una de esas visitas, se encontraban sentadas sobre la rama de un árbol. En eso, la mariposa comenzó a elevarse en el aire, con gran majestuosidad. La pajarita intentó ir tras ella. Pero la mariposa se elevaba cada vez más, y la pajarita quedaba cada vez más rezagada. Hasta que la mariposa bajó nuevamente a su altura, y vio que su compañera estaba triste.

—¿¿qué pasa, pajarita? —Le preguntó.

—Lo que pasa es que, aunque soy una pajarita, tengo miedo a volar alto. Cuando era chiquita, fui muy alto, perdí el equilibrio de mis alas, y me caí. Desde entonces, ya no puedo hacerlo. Por eso tampoco pude volver volando el día que me refugiaste en tu casita. Por eso a veces el viento me lleva, y yo no puedo volver. Pero quisiera saber lo que se siente volar así de alto, como vos. Saber qué se siente controlar tu vuelo, estar en libertad entre las nubes. ¡Debe sentirse maravilloso! ¿Me contarías cómo es?

La mariposa la miró consternada, sin saber qué hacer al principio.

Pensativa, le dijo:

—En vez de contártelo, podría mostrártelo. Voy a ayudarte, sólo confiá en mí. –

Luego, con mucha delicadeza, la tomó entre sus patitas, y comenzó a acariciarla con sus alas, mientras ella se tranquilizaba y se vislumbraba una sonrisa en su carita. Después, mientras la sujetaba suavemente, empezó a elevarse con ella en el aire. La pajarita, se sintió segura y confiada. Y se dejó llevar. Finalmente, la mariposa la soltó y la pajarita desplegó sus alas, que sintió agitarse con el viento. Sabía que mientras la mariposa estuviera allí, nada podría pasar. Y si volvía a caerse, ella la podría salvar, mientras la ayudaba a volver a intentar. Empezó a impulsarse, a sentirse viva, libre. Una sensación de satisfacción la invadió, mientras aprendía a ir y venir.

La mariposa se situaba debajo de ella a cada movimiento que hacía, por si esta se caía. Pero esto no ocurrió. Ambas continuaron subiendo más y más hacia las alturas. Hasta pasar las copas de los árboles. Hasta llegar a las propias nubes. Hasta atravesar el propio firmamento. La pajarita se sentía literalmente en las nubes. Sentía que había cumplido, gracias a la mariposa, uno de sus mayores sueños.

Después de un rato de volar y volar en lo alto, decidieron bajar. Ambas se encontraban extasiadas, sonrientes. Y fue la primera vez, en la que sintieron que todo lo que estaban viviendo, era especial. La mariposa, al igual que ella, se sentía aún entre las nubes que acababan de dejar.

—¡Lo lograste, pajarita! —Le dijo la mariposa—. Yo te ayudé, pero fuiste vos quien tuvo la fuerza de voluntad para volar. Y ahora, comienza una nueva etapa para vos. Una etapa en la que empezarás a ser una pequeña pajarita libre.

Se abrazaron con sus alas. Se sonrieron, y lloraron juntas de emoción. Luego, se despidieron, prometiendo volver a verse nuevamente.

Cada encuentro era diferente. A pesar de que había cosas que se repetían, cada encuentro entre ellas, era único. Siempre seguían conociéndose. Charlando cada vez de temas más y más variados, hasta contarse muchas cosas de sus vidas. En uno de esos encuentros, la pajarita le dijo a la mariposa:

—¿Sabés? ¡Mi nido al fin está terminado! Por fin encontré otro árbol donde construirlo. Con paciencia fui llevando mis ramitas, una por una, para construirlo una vez más, y lo logré. A este árbol no suben más hormigas que me saquen mi comida. Es más, tengo algunas buenas vecinas. En este árbol los habitantes son mucho más amables. Está en un bosque muy lindo y silencioso, por donde me gusta volar y cantar. Es mi nueva casa, para mí sola y muy segura. Podrías venir cuando quieras, como yo vengo siempre a tu valle. Podemos dar paseos por el bosque que ¡seguro te va a encantar!

La mariposa dijo que iría, pero los días pasaban, y la pajarita no tenía noticias suyas. Fue así, como decidió ir a ver qué le sucedía. Al hablar con ella, esta le dijo lo siguiente:

—Lo que pasa, es que así como vos tenías miedo de volar alto, yo tengo miedo de volar lejos. Desde que llegué acá, casi no he salido del valle. Y nunca para recorrer grandes distancias. Menos para meterme en un bosque…

—Bueno, mi nido no queda tan lejos en realidad. Pero no te preocupes. Así como vos me ayudaste a mí, yo también quiero ayudarte a vos. A veces, cuando nos acostumbramos a algo, parece tan cómodo que nos cuesta salir de ahí. Me parece que eso es lo que te pasa. Verás que en otros valles no hay tantas tormentas y tempestades como acá, Y que podés vivir tranquila, sin tener que reconstruir tu casa cada día.

La pajarita echó a volar, y la mariposa, aunque al principio un poco escéptica, fue tras ella. Al llegar a la entrada del valle, esta última se detuvo.

—no puedo, pajarita. ¿Y si hay más peligros? ¿Y si nos perdemos? ¿Y si algo nos pasa?

—El mundo entero está lleno de peligros, mariposa. Es cuestión de tener la valentía suficiente para enfrentarlos. Y sé que vos la tenés, aunque ahora mismo no lo creas. Solo seguime. Ya me sé el camino,y te voy a acompañar en todo momento. no te vas a perder. Te lo prometo. —Decía la pajarita estirando las alas hacia la mariposa.

Ambas salieron del valle. Atravesaron un pequeño río, y una vasta y hermosa llanura,hasta divisar el bosque donde ahora vivía la pajarita. Ella entró, hizo señas a su compañera para que la siguiera entre frondosos árboles de hermosas copas donde otros pajaritos cantaban alegremente, y mariposas de distintos colores revoloteaban.

Llegaron sonrientes al nido de la pajarita. Allí se abrazaron, y comprendieron, que habían dado un pasito más. Desde entonces, ambas comenzaron a encontrarse en el nido de la pajarita, y desde allí, a recorrer los paisajes, hasta donde podían, yendo cada vez más lejos, y enfrentando cada vez más desafíos. Grandes tormentas, vientos y tempestades. El ardiente sol, y el árido desierto. Los picos helados de los glaciares, y de las altas montañas. Los anchos lagos, ríos y mares.

Un día, la mariposa se dio cuenta de todo lo que ambas habían logrado. Cuan lejos y cuan alto habían llegado.

—¿lo ves? —le dijo la pajarita—. Era cuestión de tomar valor, y enfrentarse a cada desafío, de a uno por vez. Vos, sos mi pequeña mariposa valiente. Porque también lograste superar tus miedos. Con mucha paciencia y siendo perseverante.

Fue así, como ambas entendieron que habían llegado a la vida de la otra, para acompañarse, ayudarse y animarse a luchar contra todo lo que se les presente, juntas.

La mariposa al fin logró salir del valle de las tormentas, para construirse una nueva casa en un lugar muchísimo más tranquilo, donde estaría mejor y sería finalmente libre.

La pajarita hizo aún más lindo su nido, en el que podía vivir sin presiones ni miedos de ningún tipo.

Y comprendieron así, que cada una lograba que la otra se convirtiera en una versión cada vez mejor de sí misma. En seres libres, valientes y fuertes.

Hechiceras de la luna

Dicen que las brujas no existen. Pero que las hay, las hay. Y es verdad. Hay toda clase de brujas. Buenas, malas, y más o menos. Algunas usan el poder de la magia negra. Otras, la blanca. Otras, la roja. Algunas usan el poder de la madre naturaleza. Otras el del sol, y otras, el de la luna. Es de estas últimas, de las que voy a hablarles. Hace mucho mucho tiempo, fui una de las hechiceras de la luna. Usábamos el poder de nuestra amada diosa, para ayudar a los demás niños. Sí, y es que, nosotras, también éramos niñas.

No cualquiera puede ser una hechicera de la luna. Hay que cumplir con algunas reglas. Esto hace que, los demás, no sepan que existimos. Porque incluso hoy en día, nos tienen miedo a las brujas. La gente siempre le teme a lo que no conoce. Y esta, es otra de esas cosas que las personas o no saben, o no entienden.

Lo principal, es mantenernos en secreto. Que solo los niños nos conozcan, para poder ayudarlos. La segunda regla, es que no puede haber más de 3 hechiceras por escuela. Casi siempre son 2, pero en escuelas muy grandes, es necesario que haya una más. La tercera, es que tenemos que tener entre 8 y 12 años. Esta es la edad en la que mejor podemos cumplir con nuestra misión. La cuarta, es saber leer y escribir. Así podemos leer los deseos de los niños, y escribir nuestras respuestas. La quinta, es que podemos ser hechiceras, sí y solo si, otra hechicera nos da el poder. Una nena tiene un mes lunar desde el día de su cumpleaños número 12, para darle el poder a la siguiente. Se hace dibujando una luna en un papel, y escribiendo las reglas. Luego, se deja el papel, dentro de la mochila de la elegida. Es la propia luna, quien elige a las brujas, y quien le dice a la niña, en qué mochila debe dejarlo. Lo mejor, es hacerlo durante el recreo, para que nadie se dé cuenta. Cuando la otra niña lo encuentra, tiene que aceptar el poder, bajo la luz de la luna llena. Así, ya es suyo, y se le saca a la primera niña.

Capaz que haya alguna que no lo acepte. Es una gran responsabilidad cumplir con todo lo que se necesita para ser una buena bruja. En ese caso, la segunda niña tiene que romper el papel, y la luna, elegirá a otra. La propia diosa luna, es quien se comunica con la primera niña, para decirle que el poder fue rechazado. Lo hace a través de los sueños. Si el papel cae en manos equivocadas, o la segunda niña no lo quiere romper, este se pone en blanco, para que el poder de la luna, siga permaneciendo en secreto.

Ellas, tampoco deben conocerse entre sí, o si se conocen, ninguna debe saber que su amiga o compañerita es bruja. Para esto, otra de las reglas, es que antes de comunicarse, tienen que elegir un nombre y una forma. Puede ser un animal que les guste, una niña diferente a ellas, o hasta un árbol, una planta o una flor. La comunicación, también es a través de sus sueños, por lo que ninguna sabe como es la otra, ni su nombre, ni la escuela a la que van. Solo se diferencian por ciudades, que se reúnen una vez por semana, y países, que se reúnen una vez por mes. También, hay una reunión anual, en la que se reúnen todas las brujitas. Sí, ya se imaginarán cuando es. Entre la noche del 31 de octubre, y la mañana del primero de noviembre. Claro que no todas las brujas pueden estar al mismo tiempo, porque cuando en unos países es de día, en otros, es de noche.

Pero en fin, llegó la hora de lo más importante. Hablar de nuestros poderes. De como y en qué, podemos las hechiceras de la luna, ayudar a los niños. Primero, se deja un papel en cada grado de primaria. En este papel dice que hay niñas que hacen magia, y que pueden ayudar a cualquier niño que lo necesite. Para pedir nuestra ayuda, tienen que dejar un papel con su deseo, y un dibujito de la luna, en un lugar que está también escrito ahí. Es diferente para cada escuela. A veces es la puerta del baño de las nenas, a veces la de algún salón, a veces algún rincón al que normalmente, no llegan las maestras y las porteras para encontrarlo. También dice que los más grandes, tienen que contarles a los más chiquitos, que no saben leer. Pero claro, no podíamos ayudar con todo. Al fin y al cabo, éramos niñas. Y no teníamos el mismo poder que una bruja adulta. Los ayudábamos a encontrar cosas perdidas, a hacer “trampita” en las tareas para los que iban muy mal, a hacerles desaparecer cuadernos, libros, tizas, lapiceras y demás cosas a los maestros, para que sea difícil para ellos, darles tantas tareas a los chicos. ¿qué, acaso alguien pensó que éramos brujitas buenas? Nosotras pensábamos que sí, claro. ¿Como no íbamos a serlo? Ayudábamos a los niños, a librarse de los malvados adultos, que solo querían que estudien más y más. También, esto pasaba con los padres. Si un nene tenía malas notas en el boletín, o no quería estudiar en su casa, las hojas podían aparecer como completas, sí, por arte de magia, o la tarea podía desaparecer. Si la tele se apagaba a las 10, a las 10 y media, cuando los adultos dormían, estaba prendida de nuevo. Se caía el plato de sopa para los que no les gustaba, aparecían los juguetes que sus padres les sacaban para castigarlos, y así, muchísimas cosas más.

¿Y como llegué yo a todo esto? Bueno, pasó por una situación especial. Para conceder un deseo, los niños tenían que escribirlo en un papel, como ya dije, y dejarlo en un lugar que les decíamos. Cualquiera de las brujas de la escuela, podía ir a buscarlo. Para no cruzarse, un día, una iba cuando empezaba el último recreo. Y al día siguiente, esa misma iba cuando terminaba. O sea. Las 2 iban el mismo día, solo que una cuando empezaba, y la otra cuando terminaba. Si alguna no podía ir, la otra agarraba los deseos. Y al otro día, lo mismo pero al revés. La que antes fue cuando empezaba el recreo, ahora le tocaba ir cuando terminaba.

Una vez, un niño dejó un papel escrito en algo que ninguna de las brujitas que estaban en ese momento, pudo entender. El deseo, estaba escrito en braille. El braille es un sistema para leer y escribir hecho con puntitos en una hoja, que usan las personas ciegas. En fin, sin saber qué otra cosa hacer, una de ellas consultó a la luna en sus sueños, sobre qué podía hacer con ese deseo, ya que ella no sabía leer braille. Ahí descubrió, que ninguna de las otras sabía tampoco. Entonces, la luna le dijo que, había llegado la hora de traer a una nueva brujita. Una que supiera braille. Pero se encontraron con un nuevo problema. ¿Cómo iban a hacer para que le llegue el papel con las reglas y el dibujo? Una de ellas, tuvo una idea. Grabar en un casete las reglas, y describir como era el dibujo. Después, dejarían el casete en la mochila de la nueva, y ella lo entendería cuando lo escuche. Fue así, como me llegó ese casete, y me convertí yo también, siendo ciega, en una hechicera de la luna. Solo que, en mi caso, ninguna tuvo que perder el poder, para que yo lo tenga. Y sí. Cuando hay reglas, también, hay excepciones. Y esta, fue una de ellas.

Desde ese momento, empezamos a sumar más niños y escuelas. Y se empezaron a sumar más deseos. Como al principio fui la única bruja ciega, leía los deseos que pedían los niños ciegos, a las otras brujitas. Para pasarnos los deseos, una tenía que leerlos, hasta memorizarlos. Para las niñas que veían, era más difícil. Porque tenían que acordarse de como estaban escritos los puntitos en las hojas en braille, para reflejarlos iguales en sus sueños, y así, yo podría leerlos. En cuanto a las respuestas, casi siempre respondíamos con un “tu deseo se hizo realidad”. Pero a veces, aunque lo intentábamos, el poder no era suficiente para concederlo. En el sueño, yo escribía la respuesta, y la niña que veía, tenía que recordarla cuando se despertaba, para tratar de hacer lo mismo con lo que tuviera a mano. Un lápiz y una hoja, o uno de esos punzones que están en todas las casas, que son de madera y alargados. Además, quedamos en que yo iba a ir a buscar los deseos, pero solo iba a agarrar, los que estuvieran en braille, si había. Si no, no agarraba ninguno. Porque si agarraba los que están en tinta, obviamente, no los iba a poder leer.

Sobre los deseos, algunas veces, habían muchos que eran difíciles de cumplir. Y necesitábamos usar las reuniones por mes, para poder hacer la magia que se necesitaba para esos deseos. Un perrito lastimado, un gatito que no quería comer, un pajarito con el ala rota. Sí, teníamos el poder para eso. Pero no siempre se podía usar. Es mucha energía, y quedábamos muy cansadas. ¿Porque, de algún lado salía la energía, no? La luna nos daba la magia, pero la energía que hacía que esa magia funcione, salía de nosotras. A veces no nos queríamos despertar para ir a la escuela, hacíamos fiaca para ir a desayunar… Por eso dije que, es una gran responsabilidad ser una hechicera de la luna.

Otra cosa, es que no podemos saber así nomás si un deseo se puede hacer realidad o no, hasta que no lo intentamos, o lo consultamos con la diosa Luna. Si no se puede, les pedimos disculpas, y les decimos que no fue posible cumplir su deseo. Si no es algo muy urgente, les decimos que lo vamos a intentar más adelante. Ese más adelante, es cuando nos juntamos las brujitas de todo el país, una vez por mes, o cuando nos juntamos muchas más, una vez por año. Claro que no puedo hablar de esos deseos tan importantes. Porque estaría diciendo más de lo que la diosa nos deja contar. Dije que todo esto es un secreto, ya sé. Pero en realidad, no nos prohíbe contarlo. Lo único de lo que realmente nos prohíbe hablar, es de aquello que es tan pero tan increíble, que solo el poder de la magia puede lograr. Y de eso se tratan esos deseos que tuvimos que hacer realidad entre muchas.

Es justo en este momento, en el que seguro se están preguntando, por qué cuento todo esto, y por qué trato de contarlo para que los chicos, también lo entiendan. Por varias razones. La primera, es que quiero que cada vez más y más niños, conozcan la magia. Que haya cada vez más hechiceras. Yo creo que si se lo piden en sus sueños, la luna se los tiene que conceder. La segunda, es que quisiera reunir a las brujitas que conocí durante los 2 años que yo estuve. A mí ya me eligieron de grande, por lo que fui bruja entre los 10 y los 12. Si en la fecha en la que publico esto estoy cumpliendo 33 años, bueno, es cuestión de hacer cuentas. Si fuiste hechicera de la luna en esos años, escribime. Me gustaría saber si podemos tener un nuevo poder, ahora como adultas. Y así ayudar a más personas. Si sos hechicera de la luna ahora, no te preocupes. Podés escribirme también, para contarme tus aventuras. Te prometo que no se las voy a contar a nadie. En verdad, quisiera contactar a la mayor cantidad de hechiceras que pueda, de todas las generaciones, para armar un gran aquelarre de la luna. Y, bueno… Para los padres, si ven a sus hijas con mucha fiaca, cansadas, sin ganas de despertarse, puede que sea maña o capricho. Pero también, puede que sean, las actuales hechiceras de la luna. Déjenlas hacer su trabajo. No los van a molestar mucho. o, al menos, eso espero.

Mi mejor amigo Tronco

Mi mejor amigo es distinto a todos los demás. Lo conocí cuando era muy pero muy chiquitita. Ni siquiera sabía escribir. Pero había otras cosas que sí sabía hacer. Sabía jugar. Sí, como todos los nenes. Y a mi mejor amigo, le gustaba mucho jugar. Pero antes de contar como era, voy a contar como lo conocí.

Siempre fui hija única. Nunca tuve un hermanito. Vivíamos lejos de la ciudad y del resto de mi familia, por lo que tampoco tenía ni primos, ni amigos. Nunca me ‘invitaban a cumpleaños, ni fiestas. No iba al jardín, porque quedaba lejos, y mis papás no podían llevarme. Siempre me decían que iba a ir a la escuela en primer grado, pero no sabía cuanto faltaba para eso. Me llamo Maia. Y esta es la historia de, como estando tan sola en el mundo, conocí a mi mejor amigo Tronco.

Vivía en una casa grande. Atrás, tenía un patio lindo y bastante largo y ancho. Al medio, estaba toda la casa, y adelante otro patio un poco más chico, que era el que llevaba al portón. Siempre que salía a jugar, llevaba mi juego de palitas y animalitos para rellenarlos de tierra, y hacer moldes. Con jarras y vasos, hacía enormes castillos. Y con ramas y palos, poderosos soldados enemigos, venían a atacarlos, para robarse todos sus tesoros. Enormes dragones, con sus poderosas princesas en sus lomos, los defendían con todas sus fuerzas, hasta que lograban derrotarlos, y así mantener a salvo el reino, y a todos sus habitantes. Pero un día, algo en el juego cambió. Algo, se volvió realidad.

Fue uno de esos días en los que nuevamente, el reino de Maia, iba a correr peligro por el poderoso ataque de los soldados malvados. Pero al salir por la puerta, algo encontré en el patio. Y la verdad, no lo podía creer. Cuando lo vi por primera vez, era del tamaño de un gato. Pero muy diferente a ellos. Claro que pude reconocerlo al instante. A pesar de su tamaño, lo supe ni bien lo vi. Es obvio. Después de tantos libritos para colorear, tantas películas de disney, era imposible no darme cuenta que, lo que tenía frente a mis ojos, era un bebé dragón. Sí, un verdadero dragón, en el patio de mi casa. Realmente, fue maravilloso. Me quedé paralizada durante unos instantes sin saber qué hacer, hasta que reaccioné, y pude cerrar la puerta detrás de mí, para que mis padres no lo vieran. Sabía que no lo entenderían. Para ellos, nada de esto podría ser real. Los juegos eran juegos, los cuentos solo eso, y no existía otra explicación. Pero para mí, si la magia existía en las películas y en los libros, no había razón alguna, para que no existiese en la vida real. Y así fue como, aunque al principio me sorprendí, después, lo tomé como algo natural. Y comencé a intentar hablar con él.

—¿Cómo te llamás? —Le pregunté. Me respondió con algunos gruñidos, por lo que pensé que todavía no sabía hablar, y que seguro, yo iba a tener que enseñarle.

Lo que pensé después, es que tenía que esconderlo de mis padres. ¿Pero cómo? ¿Dónde? Se me ocurrió que podía hacerlo en el patio del fondo de mi casa. Así que entré, me fijé que mis padres no estén en el pasillo, lo metí en una caja de zapatos, y lo llevé allá. Traté de tener el mayor cuidado posible, para que no se asuste. Una vez ahí, lo solté, y lo dejé andar.

Hablé con ellos para que me dejaran limpiar ese patio todos los días, así, no tendría la necesidad de contarles mi “pequeño secretito”. Y lo digo entre comillas, porque lo de pequeño, no tardaría mucho en cambiar…

Jugaba con él todos los días. Ahora, sí tenía un dragón de verdad para que defienda mi reino, de los malvados invasores. Poco a poco, le fui enseñando a hablar, y a jugar. Claro que aprendí muchísimo sobre los dragones durante todo ese tiempo. Él aprendía todo, repitiendo lo que yo hacía. Y lo hacía muy rápido. Al final, fui yo la que tuve que ir adaptándome a su ritmo, en lugar de él al mío. Desde la mañana, hasta la noche, me la pasaba todo el día con él. No sé realmente qué comía ni dónde, pero cuando le llevaba las sobras de mi comida, se las devoraba. Aunque en realidad, las cosas no eran tan fáciles. De hecho, iban poniéndose cada vez, más difíciles.

A la semana, era del tamaño de un perro. Al mes, de un caballo. Yo ya no sabía qué inventar, para que mis padres no vayan al patio, y lo vieran. Así, le dije a él, que se vaya, cada vez que ellos querían venir a ver qué estaba haciendo yo. Y así lo hizo. Pero eso, no era lo único. Los rugidos, el movimiento de sus alas, su voz tan fuerte al hablar… Trataba de que juguemos haciendo el menor ruido posible, pero no siempre podíamos. Yo les decía que estaba jugando, nada más. Y por suerte nunca me dijeron nada. Me pregunto ahora, si alguna vez lo habrán visto. Y por el miedo a que los tomen por locos, no habrán dicho nada. Capaz, que ni siquiera lo comentaron entre ellos, no lo sé. Pero un día, me contaron que se había prendido fuego un campo cerca de casa. Y me dio muchísimo miedo que mi dragón, haya tenido algo que ver con eso. Todo eso me asustaba mucho. Pero no sabía en realidad, qué podía hacer.

Su nombre

Un tiempo después, lo vi tan pero tan grande, que decidí que había llegado la hora de ponerle un nombre. Y, como su cuerpo era ya tan grueso como el tronco de un árbol, decidí ponerle, Tronco. Una vez le dije como se iba a llamar, se puso muy pero muy contento. Y empezaron así, nuestras grandes aventuras.

Para ese momento, yo ya podía subirme a su lomo, y claro, él ya podía volar. Entonces, se me ocurrió una genial idea. Los fines de semana, cuando mis padres no trabajaban y se tiraban a dormir la siesta, salíamos a recorrer todo el mundo. ¿Te imaginás? ¡Recorrer el mundo en un dragón! Pasábamos por enormes selvas y bosques, por grandes y altísimas montañas, por los enormes océanos. Recorriendo mares, ríos, lagos, y todo tipo de maravillosos paisajes. Hasta pasamos por los desiertos, y por ciudades llenas de gente, que nos miraban maravilladas. ¿Seré la única niña del mundo, con un verdadero dragón en su casa? Me preguntaba cada noche, antes de irme a dormir. Y aunque no sabía la respuesta, sabía que al día siguiente, él iba a estar ahí, esperándome. Como todos los días. Para jugar, para volar, para emprender nuevas aventuras, para aprender siempre, algo nuevo. Para saber que, aunque siempre había estado sola, ahora tenía un compañero con quien compartir muchísimas cosas.

La colonia

Un día, mis padres me dijeron algo que, realmente me sorprendió mucho. Al fin, iba a tener otros compañeritos. Me iban a llevar, a una colonia de verano. Era una pileta gigante, en la que había muchos nenes de mi edad, con los que iba a poder jugar. Ellos pensaron que así, yo ya no iba a estar más sola. Lo que no sabían, era que yo ya tenía un amigo. Pero tampoco se los podía contar, así que les hice caso, y tuve que ir. Me dijeron que la colonia iba a ser todos los días. Y yo dije… Huuuy… ¿Cómo iba a hacer para poder jugar con tronco entonces?

Empecé a ir a la semana siguiente, y Tronco comenzó a ponerse triste. Cada vez que lo veía, estaba más y más desanimado. Yo no tenía tiempo para jugar con él, y él, obviamente se aburría jugando solito. Me divertía mucho en la pileta con los chicos, y todos charlábamos y jugábamos todo el tiempo. Nadie me creía que tenía un dragón. Y es algo que me enojaba mucho. ¿Cómo no podían creerme? Hasta que un día, decidí demostrarles a todos, que yo tenía razón. Pero además, sería una gran idea, porque al fin, tambiÉn iba a poder volver a jugar con él.

Le dije a tronco, que nos siguiera desde lejos, a mis papás y a mí. Y que fuera a la pileta, cuando los chicos y yo, estemos ahí. Entonces, todos sabrían, que yo nunca había mentido. Y yo podría hacer que juegue con todos nosotros. Pero, no me había dado cuenta, que algo más estaba pasando. Que ya no era solo que no tuviéramos tiempo para jugar. Que había llegado el momento menos esperado.

Nuestra despedida

Era un día hermoso y soleado. Mis padres me llevaron temprano, porque además de la pileta, siempre había desayuno. Y por llegar tarde, a veces me lo perdía. Ese día, casi que llegué antes que todos. Desayunamos, y un ratito más tarde, llegó la hora de meternos a la pileta. Un tiempo después de que estábamos jugando, me decidí a llamarlo. Empecé a gritar su nombre muy muy fuerte, mientras miraba hacia arriba. Y entonces, tronco hizo su gran aparición.

Al principio, todos se quedaron quietos, mirándolo. Parecía como una gran y enorme sombra en el cielo. Hasta que bajó. Los nenes empezaron de a poco a correrse de su camino, para dejarle espacio. Pero al final, empezaron a escaparse, y a salir de la pileta lo más rápido que pudieron, asustados. Él, se posó sobre el agua al frente mío, y se quedó ahí, sin moverse. Y claro, no era raro que también le sorprendiera ver tantos niños juntos. Al fin, me Habló, y me dijo lo que para mí, fueron las palabras más difíciles de escuchar:

—Pequeña Maia. Sé que pasamos bonitos momentos. Sé que me querés muchísimo, y yo a vos también. Pero lamentablemente, no podemos seguir jugando juntos. Ahora, vos ya tenés amigos de tu edad con quienes jugar, y yo también necesito ir con amigos de mi especie. Quiero que sepas, que siempre que pienses en mí, voy a estar en tu corazón. Y que vas a poder contar conmigo, cada vez que me necesites. En tus sueños, en tu imaginación, voy a estar ahí para acompañarte. Pero ahora, cada uno tiene que seguir su camino. —Me subió a su lomo, y volamos por encima de la pileta por última vez. Me bajó despacio al agua, y se elevó hacia el cielo. Lo despedí agitando las manos, y gritándole muy fuerte:

—¡Adióóóóóóóóóóós!

Entendí, con sus palabras, Que había llegado la hora de que ambos empecemos, una nueva etapa de nuestras vidas. Entendí, que ambos, habíamos crecido. Pero que esto, no iba a ser para siempre. Que él iba a seguir visitándome en mis sueños. Algo qué, muchos años después, hasta el día de hoy, sigue pasando. Sigo encontrándolo en mis sueños cada vez que necesito un consejo, cada vez que necesito viajar y volar lejos del mundo que me rodea. Cada vez, que necesito un amigo. Pero de esos amigos que no se encuentran tan a menudo. Aquellos amigos con los que compartimos juegos, sueños, risas, sin que las diferencias nos dividan. Sin que importe si él es un dragón, y yo una niña. Y solo importen, las ganas de jugar y divertirse. Ojalá y todos los niños, puedan tener un amigo así. Un amigo, como mi mejor amigo Tronco.

La bicicleta y el monstruo

Creo que puedo decir, que esta historia, está inspirada en hechos reales. Ya que, en su mayoría, todo lo que aquí cuento, ocurrió tal y como lo describo. Aún así, seguro que hay algunas cosas que tal vez mi mamá pueda corregir, no lo sé todo con exactitud. Para escribir esto, hubo cosas que le pregunté, pero otras decidí dejarlas a mi imaginación, y por supuesto, a la de ustedes. Espero la disfruten.

Dicen que los monstruos siempre aparecen en la oscuridad. Debajo de las camas, del otro lado de la ventana o de la pared, en los sótanos o lugares pequeños y oscuros de la casa. Pero a veces, no es así. A veces, aparecen a plena luz del día. Y es que en realidad, los monstruos, no existen. Pero en nuestra infancia, en nuestra imaginación, les damos el carácter de entidad. Y es así, como los hacemos reales. Como hacemos que cobren vida. Como logramos tenerles miedo, y hasta si nos sentimos lo suficientemente valientes, atrevernos a enfrentarlos. Esta, es una historia de un monstruo. Pero es uno muy distinto, a los cuales están acostumbrados.

La casa en la que viví durante mi infancia, era grande. Bastante grande. El patio solo, tenía unos 30 metros de largo. Y para atrás, estaba toda la casa. Tenía una pared de ladrillos de un lado, y una de chapa del otro. No sé si voy a poder explicar bien la distribución de todo el contenido del patio. Lo tengo bien claro y nítido en mi imaginación, pero es difícil pasarlo a palabras, para que se hagan una representación real del plano. Y es que, si no logro que lleguen a comprender esto, lograr que entiendan la historia en su totalidad, va a ser muy difícil. Pero bueno, voy a hacer lo posible.

Cuando salías de la casa propiamente, te encontrabas en el medio. A tu derecha, a unos 2 metros, había unas rosas junto a la pared. Más adelante, había una galería que tenía 3 columnas de material del lado izquierdo, y un techo. Entre la segunda y tercer columna, había rosas también. Salías de la galería, y a 5 metros, había un árbol de durazno chiquito. Y por último, nada hasta el final. Al medio, siguiendo derecho desde la puerta, no había absolutamente nada. Ibas directo al portón. Mientras que hacia la izquierda, teníamos, casi a la altura de la entrada de la galería, la pileta, luego, había unos 3 metros más hacia algo de lo que voy a hablar más adelante, y después de eso, no había nada más hasta el final nuevamente. A veces los vecinos traían autos que dejaban en ese espacio libre de la izquierda, porque en sus casas no tenían espacio. Pero bueno, no siempre era así.

La bicicleta

Yo, a los 7 años, en mi primer bicicleta con rueditas. Tengo el pelo corto, una camisa a cuadritos y jeans beige
Yo, a los 7 años, en mi primer bicicleta con rueditas.

Tenía unos 7 años cuando llegó. La época de todos mis primos, mi hermano y yo, andando en triciclos, hace rato se había terminado. Recuerdo que fue un regalo de reyes. No se dan ni idea la alegría que teníamos. Era impresionante. Por fin, una bicicleta. Claro que al principio, la usábamos con las clásicas rueditas. Hay pocos niños que logran tener la valentía de animarse a usarla sin rueditas de una. Y definitivamente, no pertenecíamos a ese selecto grupo. Pero en fin, empezamos a andar. De a poco, con cuidado. En mi caso, muchas veces despacio, para no chocarme con los obstáculos que sabía que estaban. Y así, fuimos aprendiendo, hasta que llegó un día, en el que solo eso, se volvió aburrido.

El primero que lo intentó y lo logró, sin tantas dificultades, fue mi hermano. Claro que le costó, como a todo el mundo. Pero no tanto, como sabía que me iba a costar a mí. Así es, decidimos sacarle las rueditas, e intentarlo al fin, sin ellas. Él lo había logrado. Y ahora, era mi turno. En lo personal, quise dejar pasar algunos días antes de animarme. Sabía que iba a ser muy difícil, y hasta, para qué mentir, tenía miedo de nunca poder hacerlo. Pero dentro de mí, sabía que lo tenía que intentar. Que al menos, tenía que ver, si iba a poder por fin andar sin rueditas o no.

Nadie de mi familia se opuso en ningún momento a que lo hiciera. Entonces, decidí empezar de a poquito. Sosteniéndome con la mano izquierda de la pileta, y poniendo la mano derecha sobre el manubrio, y los 2 pies sobre los pedales, me iba dando impulso hacia adelante. Primero se me caía el pie, era como algo automático. Como si no quisiera estar ahí sin ningún tipo de sostén, y se bajara solo. Eso hacía que me raspe las piernas. Y eso dolía. Pero no iba a ser el único dolor que me cause esa gran proeza. Al fin, un tiempo después, y con algunos raspones más, empecé a andar sin ayuda. Iba hacia el final del patio, pero ahí paraba, y volvía. Porque todavía, no me animaba a doblar. Hasta que comprendí que el patio era grande, y que iba a tener el suficiente espacio para dar la vuelta, y volver por el centro del patio nuevamente. Al llegar a la parte entre la pileta, la galería y la casa, era muy distinto. El espacio era chico, y sabía que no iba a ser nada fácil. Pero claro, no iba a rendirme. Ya había llegado hasta ahí, y tenía que dar el paso siguiente.

El gran obstáculo con el que tuve que enfrentarme al doblar cerca de la puerta de la casa, fueron las rosas que estaban contra la pared derecha. Mi idea era llegar, doblar a la izquierda, luego a la izquierda otra vez, y entrar por la galería. Es decir, en realidad era algo así como un giro continuo. Porque se supone, que no tenía que doblar 2 veces, si no solo una, y continuar doblando hasta esa entrada, y andar por un nuevo camino. Pero nada, eso. Sí. Doblé una vez, y no doblé lo suficientemente rápido como para no chocarme con ellas. Así que, digamos que quedé a medio doblar, y me clavé algunas espinas en el hombro. Todavía recuerdo a mi mamá sacándomelas, mientras yo lloraba, pero a la vez no movía ni un pelo, porque sabía que iba a ser peor. Cuando eso pasó, continué. Esta vez, sí pude conseguirlo, y al fin entraba a la galería, la pasaba derecho, subía por una montañita de tierra, y salía hasta el centro del patio, para no chocarme con el arbolito de duraznos. Llegaba hasta cerca del portón, daba la vuelta, y me dirigía de nuevo hasta la puerta de la casa, para empezar otra vez desde el principio.

Pero los obstáculos, seguían existiendo. Mi objetivo final, era poder andar por todo el patio, sin chocarme con absolutamente nada de lo que había. Y en este sentido, el paso siguiente, era pasar por entre las columnas de la galería. Y claro, era de suponer. Las rosas entre la segunda y la tercera. No saben cómo me quedó la panza. Toda llena de rayitas. En cierta forma era divertido tocarlas. Era como cuando hacemos un montón de rayas con puntitos en una hoja en braille. Y, aunque las rosas de la pared quedaron durante muchísimo tiempo, por más que le haya pesado a mi abuela, las de la galería, sí tuvieron que desaparecer, para que yo continúe con mis avances.

Con el paso del tiempo, fui mejorando, y muchísimo. Ya podía andar por casi todo el patio. Incluso, cuando mi hermanita menor fue creciendo, la subía a upa en la bici, y la llevaba a ella también. Como se me hacía complicado pedalear y manejar con ella arriba, me iba indicando cuando tenía que doblar. Aún así, no era tan difícil. Ya no me chocaba con las rosas, podía entrar por la galería y salir, y hasta incluso pasar por el costado de la pileta. Sé que no lo mencioné antes, pero había una zanja a un metro de la pileta, hacia la izquierda, antes de la chapa que marcaba el otro límite de la casa. Claro que, aún me faltaba lo más importante, trascendental, y dificultoso de todo. Enfrentarme al gran monstruo, del centro del patio.

El monstruo

Recuerdo que sucedió un típico día de verano. El sol resplandeciente, me hacía compañía, como en tantos otros días en los que me disponía a andar en bici. Sí, así es. Era uno de esos días maravillosos, en los que iba a disfrutar de mi deporte favorito. Empecé, y mi idea era como siempre, continuar hasta el final del patio, y volver. Pero esta vez, algo fue diferente. Llegué al centro, y me detuve. “No sé si voy a poder hacerlo. Tengo miedo de golpearme, de caerme a la zanja, de lastimarme peor que nunca…” me quedé pensativa unos largos minutos. Era la mayor de todas las cosas que había emprendido jamás con la bicicleta. Las dudas me asaltaban por doquier. ¿Sería finalmente, capaz de hacerlo?

Estaba en la parte izquierda del patio, y a unos 3 o 4 metros adelante de la pileta. A solo unos 50 o 60 centímetros de la zanja, no mucho más. Pero era tan grande, que daba sombra desde un poco después de la pileta, hasta el final del patio, pasando por todo el centro, por supuesto. Sí. Mi monstruo, era un árbol. Más específicamente, un pino. Lo habían plantado cuando mi papá nació, y para esa altura, era tan alto, que yo no llegaba ni siquiera a tocar las ramas más bajas. Solo podía tocar el tronco. Y ni hablar de la copa. Jamás vi la copa de un árbol, más que en algunos dibujos en relieve. Es por eso, que cuando intentaba dibujarlos yo, solo lo hacía con ramas, porque era lo que conocía. Pero volviendo a aquel pino, la copa, no solo no podía imaginarla, si no que sabía que siempre iba a ser inalcanzable. Exacto. De seguro ya lo imaginan. Yo tenía que enfrentarme a ese gigante. Yo tenía que dar la vuelta alrededor de él. Pasar por el espacio que quedaba, entre el tronco del árbol, y la zanja.

Soy consciente de que, imaginar un monstruo como lo imaginaba yo, es difícil. ¿Cómo puede, un tierno y lindo árbol ser un monstruo? Pero si lo ven desde mi punto de vista, como algo gigante, inalcanzable, casi intocable, y con el poder de cubrirte tan majestuosamente con su sombra, así, parece más sencillo. Y es así como lo veía, como lo sentía. Con una presencia tan imponente, tan poderosa, que me resultaba difícil el pensar siquiera, en enfrentarme a él. Pero una vez me decidí, sabía que ya no había vuelta atrás.

Mi idea era regresar a la puerta de la casa, y empezar desde ahí. Una vez en el centro del patio, debía ir girando hacia la izquierda hasta rodear el árbol, pasando por entre este y la zanja, y continuar girando hasta salir por entre el árbol y la pileta otra vez, hasta el patio. Ahí decidiría si, iría hacia la derecha, a la puerta de la casa, o a la izquierda, al portón que daba a la calle. Pero como vengo contando, las cosas no siempre salían desde el principio como yo quería. Creo que esta premisa, incluso puede aplicarse a la vida. Pero en fin, esta vez, no solo no fue la exceppción, si no que además, el costo que tuve que pagar, fue muy alto…

Como venía diciendo, empecé desde la entrada de la casa. Al llegar al centro, doblé a la izquierda, y… Sí. Me di de frente con el tronco del “monstruo”. Me caí, y me puse a llorar. Me sangraba la nariz y la boca. Cuando me llevaron al médico, me dijeron que uno de los dientes permanentes, de arriba adelante, se me había roto de raíz. La operación para extraerlo, y reemplazarlo por una prótesis, era muy riesgosa. Por lo que iba a quedar ahí, muerto, para siempre. Así es. Esta vez, mi proeza con la bicicleta, me había costado nada más ni nada menos, que un diente. La marca visible, de aquella incursión alrededor del pino. Una marca, que quedaría por el resto de mi vida. Y si creen que eso me detuvo, están realmente muy equivocados.

Volví a pararme en el centro. Esta vez, lo miré con furia. Con una furia enorme, con una ira casi incontrolable. Le reclamaba, con la cabeza apuntando hacia arriba, como mirando directamente a sus ramas, a su copa. “mirá lo que me hiciste. Si te pensás que te vas a salir con la tuya, estás muy equivocado. Voy a pasar por ese espacio entre vos y la zanja, por donde apenas entra la bicicleta, así como lo hace mi hermano, aunque pierda todos los dientes de la boca. Espero me hayas entendido. Porque no lo voy a volver a repetir. Lo voy a intentar de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, hasta que me salga”. Y así lo hice. Pero esta vez, con una táctica diferente.

Era otro de esos días de verano. El sol iluminaba todo el resto del patio, en donde él no llegaba, claro está. Empecé andando desde la puerta de la casa. A medida que incrementaba la velocidad, el viento se empezaba a sentir. Un viento cálido y frío a la vez. Un viento que intentaba llevarme hacia atrás, aunque yo quisiera ir hacia adelante. Entré bajo el campo que cubría su sombra. Llegué hasta el centro del patio, pero seguí, sin doblar, ni detenerme. Casi cuando estaba llegando al portón, di la vuelta hacia la izquierda. De a poco, fui doblando la bici, inclinándola hacia la derecha, porque quería entrar desde ahí, directamente a ese pequeño espacio, entre el monstruo y la zanja. Y esta vez, lo logré. Pasé derecho por ese costado, continué entre la pileta y la zanja, y llegué de nuevo al principio. Doblé a la izquierda, y volví a empezar. En esta ocasión, entré por la galería. Subí la montañita de tierra, y doblé a la izquierda, para salir al centro. La incliné un poquito a la derecha, para no chocar al árbol de frente nuevamente, y fui directo para doblar a la izquierda, y al fin, rodear el árbol, pasando entre él y la zanja.

Continué así durante horas. Dando vueltas y vueltas alrededor del patio. Atravesando la galería, la montañita, el centro, todo el espacio libre, rodeando el árbol, la pileta, y volviendo a empezar. A veces, por entre las columnas de la galería. A veces, por el medio del patio. A veces, rodeando el árbol ni bien salía al centro. Y siempre, con el resplandeciente sol y el viento cálido por un lado, y la enorme sombra y el viento frío por el otro. Y es esa imagen con la que decido quedarme. Con ese andar constante, con ese bucle infinito de la bicicleta. Y es que hoy, muchos años después, tal vez, y solo tal vez, estoy contando esta historia para abrir una pequeña ventanita al pasado. Para decirte a vos, que estás andando en esa bicicleta sin parar: “La vida va a ponerte muchos obstáculos. Va a golpearte, y seguro te va a lastimar. Van a aparecer muchos monstruos a los que vas a tener que enfrentarte. Probablemente, te dejen marcas permanentes, difíciles, o hasta imposibles de sanar. Vas a caerte muchísimas veces, y hasta te va a ser difícil levantarte. Pero no importa. Hacelo. Sí. Levantate igual, y seguí andando. Un paso a la vez, un objetivo a la vez, superando un obstáculo, y recién después, yendo al siguiente. Porque no importa que nunca toques la copa de un árbol. No importa que no llegues siquiera a tocar una rama. Importa estirar los brazos, y nunca dejar de intentarlo. Hasta donde sea que llegues. Logres lo que logres, recordá que siempre que te caíste, te levantaste, te volviste a subir a la bicicleta, y seguiste tu camino. Sé, que ahora no vas a entender todo esto que te estoy diciendo. Pero la verdad, me encantaría, y me haría muy feliz, que realmente lo entendieras algún día”.

La Prisión

El auto va cada vez más despacio, hasta detenerse por completo. El ruido del motor, que antes me acompañaba, ahora me permite comprender la quietud y el enorme silencio de este inhóspito lugar. Ni aves, ni viento, ni nada. Solo un enorme silencio. El chofer, quien no me dirigió la palabra en todo el camino, solo se limita a indicarme que me baje. Abro la puerta, y lo hago. Inmediatamente, este arranca el auto, y se va. Quedo parada sola frente al que parece ser un enorme edificio. Me dirijo hacia el portón de entrada, el cual se encuentra cerrado de tal forma que pareciera no tener ningún resquicio ni filtración de luz alguna. Camino hacia un lado y hacia el otro recorriéndolo. El mismo, se encuentra flanqueado por 2 paredones de enormes dimensiones. Busco con mis manos en él, la cuerda de una enorme y vieja campana, que sé que tiene que estar por algún lugar. Antes de encontrarla, paso mis manos por unas letras de metal grandes que, leyéndolas dicen: “Te damos la malvenida a La Prisión de las Almas Rotas”.

Luego de un tiempo, logro encontrarla. Tiro de la cuerda 3 veces, como se me indicó. Unos minutos después, una traba se quita desde adentro, y este se abre de forma muy lenta y pesada. Al abrirse, una persona corpulenta y de gran tamaño, toma mi mano con demasiada fuerza, y la coloca en su hombro.

—Vamos. Te están esperando. —Me dice mientras me lleva hacia el interior del edificio.

Caminamos por un pasillo largo, con luces y pequeñas claraboyas esporádicas. Las paredes parecen viejas, vacías, descascaradas. Voy recoriéndolas con la mano que tengo libre. No se oye nada a ninguno de los lados, aparte de nuestros propios pasos. Después de un rato, al fin, nos detenemos, y él toca a una puerta que se encuentra hacia el costado izquierdo con 3 golpes secos. Esta se abre desde dentro, y entramos. Me guía hacia una silla, y sin decir nada, sale, y cierra la puerta de tras de sí.

Una mujer, carraspea suavemente.

—Hola, mucho gusto. ¿Katherine, verdad? Te estaba esperando.

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—¡Jha! La Muerte me habló de vos. Me dijo que estabas buscando nuevos rumbos… ¿Qué tan cierto es eso? ¿Te va mal en el trabajo?

—No, no en el trabajo, si no en sí… En la vida, diría yo… ¿Por otro lado, La Muerte? ¿Anda por acá?

—Sí, claro. Tiene mucho trabajo acá. No te digo que más que en tu mundo, pero lo tiene. Tenemos grandes negocios con ella.

—¿Y usted es?

—Tranquila, tuteame. ¿Parecemos casi de la misma edad, no te parece? Cada persona que viene me pone un nombre distinto. No tengo uno en realidad. Solo soy la administradora de este lugar. ¿Cómo te gustaría llamarme?

—No sé… Dejame pensar… ¿Annabelle?

—Excelente. ¿Puedo saber por qué?

—Claro, es una alusión a la muñeca. No a la de las películas, si no a la original. Es muy bonita, y cualquiera pensaría por su apariencia, que es buena…

—Pero en realidad, es un demonio. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí, así es.

—Me parece fantástico, maravilloso. Hasta suena lindo. Katherine y Annabelle. Desde ahora, amigas inseparables. ¿Qué te parece?

—¿Vos decís?

—¡Sí! Yo creo que sí. ¿Vos no?

—No lo sé, pasa que confié tanto en las personas y me traicionaron tantas veces, que ahora me cuesta volver a confiar…

—Bueno, ya veremos. Creo que podés confiar en mí. Ya vas a ver. Vamos a ser grandes amigas. La confianza, es algo que debe ganarse con el tiempo, y yo estoy dispuesta a ganarme la tuya. Pero por ahora, vamos a lo nuestro. Voy a pasar a explicarte qué es realmente este lugar, y como funciona. Una vez cuentes con toda la información, vos decidís si querés quedarte a trabajar acá o no. En fin, comencemos.

Ambas nos levantamos. Me acerco a ella y la tomo del hombro, y antes de abrir la puerta, me dice:

—Como seguro te habrás dado cuenta, esta es mi oficina. Desde acá administro todo el lugar. Quienes entran, quienes salen, por qué, cuanto tiempo llevan acá, cuanto, aproximadamente, les falta para salir, si van a volver o no, y demás cuestiones referentes a los reclusos, e incluso al personal que aquí se desempeña. En fin, empecemos con lo realmente interesante, a lo que viniste.

Abre la puerta y salimos. Continuamos por el pasillo largo, el cual tiene a su vez pequeñas salitas similares a la que acabamos de dejar.

—Estas son las oficinas de los distintos tipos de personal. Están las salas de los enfermeros, cocineros, personal de limpieza… Algunos están divididos en varias salas. Sé que te sonará rara la estructura, pero bueno, se hizo así. Al principio, no se pensaba que hubiese tantas… “Almas rotas”.

—¿Por qué el cartel dice “te damos la malvenida”? Pensaba que por más tétrico que fuese un lugar, siempre se daba la bienvenida. De hecho, hasta el infierno es así. ¿No?

—Sí, así es. Es que en realidad, esto es como una especie de infierno. Pero uno personal, y a la vez, colectivo. Es decir, el sufrimiento se comparte con todos aquellos que, pasan por lo mismo que una. Ya lo vas a entender mejor, pero acá no tenés al diablo torturándote, porque acá, la tortura forma parte de una misma. Entonces, una no puede ser bienvenida, en un lugar donde sabe que tiene que enfrentarse consigo misma, con sus propios temores e inseguridades.

Las salas finalizan. Un enorme espacio se nos presenta justo en frente. Personas abren y cierran puertas todo el tiempo, van y vienen. Hablan, murmuran, susurran…

—¡ATENCIÓN, ATENCIÓN POR FAVOR! —Grita ella, mientras todos se quedan en silencio—. Ella es Katherine. Voy a estar mostrándole el lugar, el funcionamiento de las instalaciones, los distintos pabellones, Etc. Si vemos que luego del recorrido está capacitada, comenzará a trabajar con ustedes. Recuerden que las torturas son solo para los reclusos. No pueden aplicarse al personal, a menos que este quede prisionero nuevamente. ¿Entendido?

No responden, pero ella da por sentado que la escucharon, porque continuamos caminando, y vuelve el abrir y cerrar de puertas.

—Bueno, esta es, la prisión de las Almas Rotas, como ya sabés. Acá, vienen a parar todas aquellas almas de quienes no son felices. Están separadas por pabellones, de acuerdo a su tipo de infelicidad. Algunas, quisieron ser artistas. Otras, profesionales de alguna carrera en particular. Otras, se encuentran presas de sus trabajos, de sus relaciones de pareja, Etc. A veces, están prisioneras de alguien más, o bueno, eso es lo que creen. Porque siempre, están prisioneras de sí mismas, de su entorno, de sus circunstancias de vida… Es difícil determinar cual es el pabellón que le corresponde a cada una. Porque a veces, están prisioneras de varias cosas a la vez. Claro está, que el sistema de poder y dominación actual, ayuda mucho, diría que es casi determinante. Hay personas que lo que hacen toda su vida, es solo trabajar. Y estuvieron prisioneras de sus trabajos, sufriendo infelices, porque no pudieron cumplir sueños, proyectos, anhelos. Esas, son las almas rotas. Quienes por alguna razón, ya sea personal, o que tenga que ver con sus vidas en particular, como te digo, no logran ser felices. Pero también, aquellas a las que, otras personas lastiman. Es decir, a quienes se les hiere el alma, de tal forma que pierden la capacidad de encontrar su propio camino. Quienes son traicionadas por una pareja, un familiar, o un amigo. Quienes sufren el desprecio de alguien que quieren, y a quien consideraban importante. Esas personas, también, tienen el alma rota. Hay muchas formas de romper un alma, y muchas formas de sanarla. Lamentablemente, no voy a decirte cuales son, porque si lo hiciera, se me terminaría el negocio. En fin, vamos a recorrer algunos pabellones. ¿Tenés alguna pregunta hasta ahora?

—No, supongo que no. Cualquier cosa, te voy avisando.

Caminamos hacia una de las puertas, la cual abre. Hace un ruido como de casa antigua. Me recuerda mucho a las películas de terror.

—Cada pabellón, está separado por salas individuales. Y por cada sala, hay a veces una sola, o más celdas. Voy a darte un ejemplo, para que lo entiendas.

Vamos por un pasillo, el cual está flanqueado por muchas puertas tanto a un lado como al otro. Abre una de ellas, e ingresamos.

—A nuestra izquierda, tenemos el escritorio del guardiacárcel. En el medio, el método de tortura utilizado. y hacia ambos lados, después del escritorio claro, las celdas de los prisioneros relacionados con este método de tortura. Por ejemplo, en el centro, tenemos en esta ocasión, instrumentos musicales. Y a los lados, las celdas de quienes quisieron o quieren ser músicos, y no pudieron, ni pueden. Ellos ven los instrumentos, pueden estirar sus brazos para tocarlos, pero no llegan. Están todo el tiempo intentando abrir la celda, incluso hasta lastimándose para hacerlo. Pero es imposible. No llegan, nunca van a llegar. Y eso, les deja el alma rota.

Salimos de esa sala, e ingresamos a otra bastante similar a la anterior.

—Acá, hay otro tipo de artistas; Pintores. Es un caso similar al anterior. Tienen cerca suyo acuarelas, pinceles, telas, y demás. Pero también, tienen colgados en las paredes, los cuadros de los pintores más famosos del mundo. Así, pueden ver un éxito que jamás van a poder alcanzar. Claro que, muchos pintores, como escritores también, pueden expresarse en papeles, para sí mismos. Es una especie de forma de escape. Porque, los prisioneros, también aquí, pueden escaparse. Y pronto, entenderás, y tal vez recordarás, que es posible. Salgamos de este pabellón, y pasemos a otro distinto.

Regresamos al enorme salón principal, en donde cientos de puertas se abren y cierran todo el tiempo.

—Como entenderás, hay muchísimos pabellones, y dentro de los mismos, muchísimas salas y celdas. Por supuesto, que recorrerlos todos en poco tiempo, te sería imposible. Claro está, que no te alcanzaría una vida para hacerlo. Pero, sí voy a hacerte pasar por algunos más, que pueden ser significativos para vos.

Nos dirigimos nuevamente hacia otra puerta. La atravesamos, recorremos el pabellón, hasta entrar a una de las salas con las distintas celdas. Todo este trayecto, transcurre en silencio. No me dice absolutamente nada. Toma mi mano, y la lleva lentamente hacia lo que parece ser un perchero, que se encuentra en el centro. Me suelta, y empiezo a recorrerlo con ambas manos. Tiene varias perchas, y cada una de ellas tiene un modelo distinto de vestido para niñas. Los hay bordados, de distinto tipos de telas, más largos, más cortos. Soleritas, con cierres en la espalda, etc. Hay tantos como podría imaginar, o incluso más. La fila, parece interminable. Toma mi mano nuevamente, y la dirige hacia nuestra derecha. Tomo la mano de una niña pequeña, por entre los barrotes de la celda. Se encuentra nerviosa. Sus manos tiemblan sin cesar. No para de sollozar. Parece muy angustiada.

—¿Hay muchos vestidos ahí verdad? ¡No me mientas! Sé que están ahí, yo lo sé, los toqué antes. No puedo verlos, pero los toqué. ¿Por favor, podés pasarme aunque sea uno? ¡Te lo suplico! Aunque sea solo uno, para ponérmelo un ratito, y después lo volvemos a dejar ahí. Solo un ratito… ¡Lo necesito! ¿Por qué les cuesta tanto entenderlo?

Continúo sosteniendo las manos temblorosas de la niña. Me aprieta las mías con fuerza, y llora más fuerte aún. Pongo una de mis manos sobre su cabeza, e intento tranquilizarla. Intento conectarme con ella, con sus emociones, sus sentimientos. Pero de repente, un recuerdo viene a mí…

Soy una niña, aunque no tan pequeña. Tendré unos 12 o 13 años aproximadamente. Me encuentro sentada y desnuda sobre un piso áspero y frío. Extiendo mis manos hacia adelante. Toco los barrotes de una celda. Sí, me encuentro encerrada. No sé hace cuanto tiempo, no sé cuando me dejarían salir. Escucho un ruido del lado de afuera. El guardia se levanta, camina hacia la puerta que está a mi izquierda, la abre, sale, y la cierra de tras de él. Sé que esta es mi oportunidad. Sé que no tengo mucho tiempo. Tengo que hacerlo. Estuve preparándome para este momento. Me levanto, y me acerco a la reja. Siento la adrenalina fluir en mi interior. Es como un río intentando llegar hacia el mar. Como un volcán a punto de hacer erupción. Lo calculé todo. Cuando se va, a qué hora vuelve, cuantas veces lo hace por día y por semana. Cuanto tiempo está fuera. Y al fin, encontré el momento perfecto.

Comienzo a tirar de la reja hacia adentro. Sé que no es cuestión de fuerza física, no, no aquí. Es cuestión de fuerza de voluntad. No importa tu aspecto físico, ni cuanto hayas entrenado. No sirve ningún otro método de escape que haya sido utilizado en las cárceles convencionales. Solo la fuerza de voluntad, puede abrir estas celdas. Continúo tirando. Sí, realmente quiero salir. Ya no quiero estar aquí prisionera. Quiero ser libre. Sé que esta vez, voy a lograrlo. Creo en mí. Realmente creo en mí.

Continúo tirando cada vez con más fuerza, hasta que al fin se abre. Caigo sentada en el suelo. Me levanto y salgo. Me acerco al perchero. Toco los vestidos, uno por uno. Tengo tiempo, pero no tanto. Trato de fijarme en los detalles, pero no demasiado. El perchero se mueve hacia atrás un poquito. Ahora lo entiendo. Tiene ruedas. Eso explica como lo acercaban para que los toque, y cuando quería agarrar uno, lo alejaban nuevamente. Es uno de sus tantos métodos de tortura. Elijo uno. Me lo pongo, y voy hacia la puerta de mi derecha. Sé que esta lleva hacia el patio en donde están los que tienen derecho a salidas transitorias. Una vez ahí, mi fuerza de voluntad, tiene que permitirme abrir el portón hacia la salida definitiva. La abro, y empiezo a correr. Corro cada vez más rápido, lo más rápido que puedo. El pasillo por el que voy es muy largo, parece interminable. Las alarmas empiezan a sonar. “¡Mierda! ¿Como se habrán dado cuenta tan pronto? Creí que tenía más tiempo. Ya es tarde para lamentarme. Ya me escapé, no voy a volver. No voy a rendirme”.

Los altavoces anuncian que la interna número tanto tanto tanto se escapó de la celda, y que su captura inmediata es imprescindible, y será recompensada. Yo continúo corriendo. Oigo que corren a lo lejos a mis espaldas. Se van acercando cada vez más. Ahora sí tengo miedo. ¿Lo lograré? ¿Realmente podré escaparme? No puedo flaquear ahora. Tengo que seguir. ¿Pero me pregunto, cuando llegaré a la puerta? Y ahí, me la choco de frente. Caigo hacia atrás. Me sangra la nariz, y me quedo aturdida unos segundos por el impacto. Me voy recuperando. Soy consciente de nuevo de todo. Están cerca, ya casi me alcanzan. Me levanto, abro la puerta, salgo al patio, y la cierro con fuerza detrás de mí. Un enorme y brillante sol me recibe. Se me encandilan los ojos, y sé que estoy perdiendo tiempo valioso. Comienzo a correr de nuevo hacia adelante por el enorme patio. Puedo ver a lo lejos la sombra del gran portón de salida. Voy a gran velocidad. Las competencias de atletismo, tienen que haberme servido de algo más que para ganar medallas. Y entonces, cuando estoy a punto de llegar a la salida hacia la libertad, unas manos me detienen y me sujetan.

—¡La tengo! —Grita la persona que logra atraparme.

—¡Nooo! ¡Suéltenme! ¡Estaba tan cerca! Continúo gritando, llorando, pataleando e insultando con todas mis fuerzas, hasta que por fin, soy llevada a la celda, y encerrada nuevamente.

—No es el momento, no todavía. Falta mucho para que puedas salir de aquí, pequeña. —Me dice una voz que sé, volveré a escuchar en el futuro…

Vuelvo al presente. Suelto a la niña, y me pongo frente a Annabelle.

—Sí, ya estuviste acá. ¿Ahora lo recordás, no?

La miro con furia. Intento tomar el perchero y acercarlo a la niña. Ella intenta detenerme. La empujo. Mi fuerza de voluntad es más grande que la suya. Lo suelta, y se lo acerco. La niña empieza a tocar con alegría todos y cada uno de los vestidos. Mantengo a Annabelle a raya, la cual comienza a gritar pidiendo refuerzos a sus guardias. No me importa. Se que no puede, que ahora no va a poder conmigo. No con esto.

—Vos quedate tranquila. Elegí el que quieras. Yo te voy a proteger, —Le digo a la niña. Toma uno, lo pasa por entre los barrotes, y la reja se abre como por arte de magia. La niña sale caminando. se dirije hacia la puerta que se encuentra a su derecha, y sale por la misma.

—¡Muchas gracias! ¡Soy libre, gracias, soy libre! —Me grita desde la puerta todavía abierta.

—Sí, lo sos. Disfrutalo. Tratá de ser feliz, ahora que podés serlo desde pequeña. No permitas que nada ni nadie te quite la libertad que muchas de nosotras, no pudimos tener a tu edad.

—¡Sí! ¡Lo voy a hacer! ¡Gracias de nuevo! ¡Adiós! —Se despide, cerrando la puerta detrás de sí.

—¿Ves lo que hiciste? —Me dice Annabelle.

—Sí, le di la libertad a una niña trans. Vos lo sabés bien. Cada vez son menos los niños que vienen aquí por esta razón.

—Sí, pero eso no te da derecho a liberarla.

—¿Por qué? Solo estaba un poco insegura, nada más. Ahora va a poder encontrar toda la contención y el apoyo que yo, en su momento, no pude tener. Que ninguna de nosotras pudo tener.

—Está bien. Ganaste esta vez. Pero esto, se termina acá. Vamos al último pabellón. Y esta vez, de castigo, vas a entrar sola.

Me deja en la entrada del mismo.

—La sala, es la tercera puerta a la izquierda. Voy a estar cerca tuyo igual, así que no te preocupes tanto…

Camino, y empiezo a contar las puertas. 1, 2, 3. La abro, y entro. Me dirijo hacia la izquierda. El clásico escritorio del guardia, el cual se encuentra vacío. Ahora voy hacia el centro. “¿Y esto que es?” Recorro con mis manos lo que parece ser una estatua de una persona sentada. Tiene el pelo ondulado, tiene puesto un vestido, y una cadenita en el cuello. En los pies, unas sandalias. “No entiendo nada. ¿Qué representará esto?” Voy hacia la derecha, y encuentro la reja de una celda, la cual se encuentra abierta. Entro, y… esta se cierra detrás de mí.

—¡Hey! ¿Qué pasa? ¿Qué es esto?

—Bueno, como verás, estás prisionera. Yo… Lo siento mucho, la verdad.

—¿Lo sentís mucho? ¿Enserio? ¿De verdad? ¡No te creo nada! ¿Me podés explicar por favor qué está pasando?

—Sí, primero tranquilizate. Vos no sos así. Yo te voy a explicar, pero quedate tranquila.

—¿Que me tranquilice? ¿Que yo no soy así? ¡Evidentemente no me conocés! Sí, yo soy tranquila, pero cuando me enojo, cuando realmente me enojo, estallo. Y cuando estallo, no hay quién me calme. ¡Me traicionaste! ¿Qué pasó con lo de amigas inseparables? ¿Con lo de “vamos a ser grandes amigas”? ¡Me mentiste! ¡Confié en vos, y me mentiste! ¡Sacame de acá!

—Sabés que eso no depende de mí. Eso depende pura y exclusivamente de vos, de tu fuerza de voluntad. Yo, no puedo sacarte. Yo soy solo una administradora, te lo dije.

—¡Callate! ¡Sos una mentirosa! Tengo derecho a salidas transitorias, aunque sea al patio.

—Bueno, eso sería si llevaras un tiempo acá… Por favor, ya estuviste, ya sabés como funciona.

—¡Exijo la libertad condicional!

—Lo siento, eso no es posible, eso es solo después del juicio. Y… Para tu juicio, falta tiempo todavía. Recién entraste prisionera de nuevo.

—¡Exijo un abogado entonces!

—Estás exigiendo mucho, y ni siquiera te pusiste a reflexionar de por qué estás acá. ¿Por qué no te sentás y charlamos con calma?

—No. Nada, no quiero escuchar nada. Solo sé que me traicionaste. Que me mentiste. Que confié en vos, y traicionaste esa confianza. Dijiste que el personal podía quedar prisionero. Pero yo ni siquiera soy parte de tu personal todavía. ¿Por qué estoy acá entonces? ¡Necesito una explicación!

—No, yo no te traicioné. Te pido por favor que me escuches, y me entiendas. Te merecés una explicación, y voy a dártela, pero solo si te calmás. No podemos hablar si me seguís gritando.

—Está bien, está bien. Explicame. Me voy a tranquilizar. Pero espero que tu explicación me convenza.

—Este pabellón, y esta sala, son bastante particulares. Voy a acercarte la estatua que acabás de ver, para que lo entiendas mejor. ¿Por qué no la recorrés bien con las manos?

Lo hago. Lentamente. su cabello, su vestido, su rostro, sus sandalias, la cadenita en su cuello… Sin un orden específico. Solo la recorro…

—¿Soy… yo?

—Sí. Así es. En este pabellón, se encuentran aquellas personas prisioneras de sí mismas. Sí, de sí mismas y de nadie más. ¿Por qué estás acá? Esta vez, es por una causa diferente. Ahora, estás prisionera de tu angustia. De tus dudas, de tus miedos, de tu incertidumbre, de tus inseguridades. De todo aquello que no te permite crecer, que no te permite continuar, soltar, salir del pozo en el que te encontrás. Lamentablemente, no solo no estás preparada para este trabajo, si no que además, estás prisionera de vos misma. Por eso la estatua. Es una estatua tuya, que te va a recordar, hasta el momento en que salgas, la razón por la que entraste. Y en tu caso, ya que no podés verla, vas a poder tocarla. Hablaste de un abogado. Bueno, en este caso, podés representarte a vos misma. Pero además, vos también vas a ser tu propia jueza. Sí, vos vas a decidir cuando vas a salir. Pero para eso, tenés que estar lista, y enfrentar al resto del jurado. Y ahora, evidentemente no lo estás. Muchas personas van a testificar a tu favor, van a venir a hablarte, a aconsejarte, a tratar de que hagas lo mejor para tu vida, en el transcurso de los tiempos que vienen. Pero la decisión final, es tuya. Claro está, que yo soy la parte acusadora. Voy a estar ahí, para decirle al público y al jurado, por qué no tenés que salir de acá. En fin, hasta acá llegamos. No puedo seguir más tiempo con vos, lo siento. Adiós. Nos vemos en el juicio.

A una niñita especial

A pesar de la difusión que tuvo en su momento, sé que hay personas que aún no conocen cual es mi historia con la pequeña Mafalda. Bueno, antes de comenzar este pequeño homenaje que me he propuesto con motivo del fallecimiento de su padre y creador, les dejo para quienes no las hayan visto aún, estas 2 entrevistas que me hicieron. Primero, la entrevista para TN. Y después, la entrevista para el diario La Nación. Ahora sí, sin más, voy a la razón principal de esta entrada. Desde el momento en que me decidí a escribir, pensé en cual iba a ser la forma en que expresaría todo aquello que quiero decir. Y es que, entendí que esta vez, tengo que escribirle a ella. Sí, a aquella pequeña grande que tanto me enseñó, y que tanto me hizo crecer, y seguir adelante. Y es que siento, que más que hablar de ella, de hablar sobre ella, en estos momentos tan especiales, tengo que hablarle a ella. En fin, espero estar a la altura de las circunstancias, como quién dice.

A una niñita especial

Camino lentamente hacia el banco en donde se encuentra sentada. Me acerco despacio, y retiro suavemente las flores que se encuentran a su lado. Aquellas que, quienes pasaron por aquí, le dejaron en agradecimiento a su padre. Me siento junto a ella, y me quedo unos momentos en silencio. De fondo, se oye el sonido de los autos pasando por la calle. Cerca de nosotras, todos sus amigos, aquellos que siempre están aquí, le hacen compañía en un respetuoso silencio, dejándola atravesar su duelo. Sé que no debo haber sido la primera, y que de seguro no seré la última. Pero no quería dejar de hacerlo. De expresarle a mi manera, todo lo que ella y su padre, significan para mí. Deslizo mi brazo despacio por su espalda. Acaricio suavemente su pelo intentando tranquilizarla, consolarla, contenerla. Porque sé, que aunque no se vea, ella también, como tantos de nosotros, llora por dentro.

—Hola, bueno, en realidad no sé bien como empezar. Y es que me siento tan pequeña al lado tuyo. Vos que tanto dijiste, que tanto te cuestionaste, que tanto nos enseñaste… No sé realmente lo que se debe sentir perder a un padre. Aún no tuve que pasar por ese dolor tan grande, que seguro estás sintiendo. Pero sí sé, que no debe ser fácil. Perder a alguien que tanto te acompañó en cada momento de tu vida, sin duda a de ser dificilísimo. Pero estoy acá, porque yo también quiero acompañarte. Quisiera que sepas que, si bien tu papá para mí no fue como uno, sí fue como un maestro. Sí, de aquellos maestros que enseñan mucho más de lo que aparece en los libros de historia. De aquellos maestros que, con su arte, sus ideas, nos enseñan a vivir. Y es que claro, llegamos a sentir a esos maestros, como unos segundos padres.

—No no, tranquila. No hace falta que digas nada, no esta vez. Solo tratá de relajarte, que yo estoy acá con vos para acompañarte. ¿Sabés qué? Mientras pensaba en escribirte, se me ocurrió algo muy loco. Pensaba, que a pesar de tener historias distintas, en cierta forma nos parecemos. Vos, sos una niña en historietas, o aquí sentada al lado mío. Y sin embargo, podés expresar emociones como cualquier niña del mundo. Y yo, bueno, solo soy y fui una niña en mi mente. Y por mi apariencia, muchos no me verán como a una mujer. Sin embargo… Bueno, lo mismo que vos. Estoy aquí, intentando expresarte lo que pasa por mi mente. ¿Cómo será de loco el mundo, que a pesar de conocernos, no puede entendernos, no? He visto a tanta gente hablando de tus dichos, de tus palabras, de tus ideas, sin comprender el verdadero sentido del humor de tu papá. A veces es triste que no se entiendan los mensajes que una trata de dar. Pero en realidad, no importa. Porque una de las tantas cosas que tu papi me enseñó, es que con una sola persona que entienda lo que decimos, alcanza. Porque esa persona se lo puede contar a otra, y esa a otra, y así…. Y después, al final, tenemos un enorme mundo de personas, que entienden que, luchar por un mundo mejor, que intentar cambiarlo, desde donde se pueda, realmente vale la pena.

—Sé, que a veces es muy difícil. Que en sí, el mundo tira para abajo, en lugar de para arriba. Pero también sé, que de a poquito, si lo soñamos, si realmente lo deseamos, nuestros sueños de alguna forma, pueden hacerse realidad. Así fue, como quise conocerte, y pasó. Es algo increíble. No sabía que estabas acá, nunca había podido saber como eras, hasta que vine a conocerte por primera vez. Hasta que pude verte en relieve, en braille. He de confesarte que, esta segunda vez, sentí la misma emoción que la primera. Quisiera algún día poder seguir leyéndote, conociéndote, sabiendo más de tu historia, de tus frases, de tus palabras, de todo lo que dijiste, de todo lo que le expresaste a este mundo. Tal vez, si lo deseo, si hago algo para que esto suceda, se dé. ¿Vos qué pensás? En fin, vine para tratar de distraerte un rato, para que puedas pensar un poquito en otras cosas. Espero haberte ayudado. Y como, aunque físicamente hay distanciamiento social, tapabocas y todas esas cosas, en el mundo de la imaginación, todo es posible, se me ocurre que tal vez nos podamos dar un abrazo de despedida. ¿Qué te parece?

Ambas nos levantamos, nos acercamos la una a la otra, y nos fundimos en un gran abrazo que, hubiese deseado que no termine nunca. Cuando nos soltamos, ella vuelve a sentarse, y yo me voy caminando lentamente hacia atrás unos pasos. Luego, me doy vuelta, y dejo el lugar, esperando volver algún día. Todos sus amigos agitan las manos saludándome, hasta que poco a poco, me voy perdiendo de vista.

El encuentro

Como habrán visto en las notas que enlacé más arriba, tuvimos un encuentro con Quino, a raíz de ese proyecto. Y sobre ese encuentro, tengo una anécdota especial, que quisiera compartir. Aunque nunca la cuento exactamente igual, esta es una de esas anécdotas en las que, importa más el mensaje que el contenido en sí. De todos modos, voy a tratar de escribirla lo mejor posible.

Ya estábamos por irnos. Javier, mi amigo, estaba saludando a su sobrina, y yo, al propio Quino. En eso, él, comenzó a contarme una historia:

—Una vez, yo tenía puesta una remera con florcitas, y se acerca mi sobrino y me dice: Por qué tenés puesta una remera de la tía? Y yo le pregunté: ¿Por qué pensás que es de la tía? El me dijo: Porque tiene flores… La historia concluye ahí. Y Quino, con sus propias palabras, me dice: Va a llegar un día en el que la ropa y los colores que usen las personas, no van a importar. Yo sueño con que ese día sea realidad.

Aclaro que, por aquella época, casi nadie sabía que yo soy trans, mucho menos lo podría haber sabido él. Ahí fue cuando entendí, que Quino era mucho más grande, de lo que yo pensaba. Es por eso que, cuando nos dejó físicamente, el pasado 30 de setiembre, a mí en lo personal, me afectó muchísimo. Y le escribí, de forma improvisada, estas palabras que comparto aquí nuevamente.

Para Quino

Publicado originalmente el 30 de setiembre en facebook

Una de las mejores experiencias de mi vida. Una de las cosas más gratificantes. Una de las mejores personas que conocí. Si lo hubiesen conocido personalmente, sabrían que es como en sus obras. Una persona transparente, con ideales firmes. Siempre, del lado correcto de la vida, de la historia, del mundo, de la gente, del alma, de la verdadera humanidad. Sincero, con una pasividad y una bondad, que pocas veces vi en un ser humano. No sé qué más decirte. Gracias, por permitirme conocer a Mafalda. Gracias por crearla. Gracias, por dejarnos hacerla en braille, para que muchos más puedan disfrutarla, como yo lo hacía cuando mis hermanos me la leían.

Gracias, simplemente gracias por existir. Te voy a extrañar mucho. Me hubiese encantado verte otra vez más, tomarnos otra cervecita, y volver a charlar de la vida, como en aquella ocasión en la que nos conocimos. Pero ese hermoso recuerdo, quedará para siempre en mi memoria. Este pequeño texto improvisado, y las lágrimas que espero no lleguen al teclado, son por y para vos. Te quiero genio. Gracias Quino. Gracias por tanto, y de nada por ese pequeño granito de arena que pudimos sumar.

La profe piola

En el tiempo que llevo como docente, siempre fui la profe piola. Sí, esa que se junta a tomar unos mates con los chicos de la secundaria, la que les cuenta historias, con la que se puede hablar de películas, de música, series; la que, a los chiquitos de primaria, les lleva paquetes de galletitas para que todos compartan en el recreo. La que les inventa juegos, les cuenta cuentos… Pero, últimamente siento que ya no solo no quiero seguir siendo piola, si no que además, tampoco sé si quiero continuar siendo profe.

Todo comenzó antes del inicio del ciclo lectivo, el año pasado. Empecé teniendo problemas para ver de lejos. Fui al oftalmólogo, y me diagnosticó una enfermedad degenerativa de la vista. Me dijo que, con el paso del tiempo, iría perdiendo la visión de a poco, hasta quedarme totalmente ciega. Al principio me lo tomé bien, hasta con humor. Y le puse toda la voluntad que pude, para que el proceso, se me haga lo más llevadero posible. Claro que, los primeros tiempos no notaba tanto la diferencia. Pero desde mitad de año, la cosa se complicó, y tuve que solicitar ayuda para aprender como manejarme en la vida. Desde orientación y movilidad para usar el bastón, hasta los lectores de pantalla y el sistema braille. A pesar de todo esto, la escuela primaria en donde trabajaba, le puso toda la buena onda, para que yo pueda seguir dando clases, con la mayor facilidad posible. Hasta qué, un día, todo aquello que temía, empezó a hacerse realidad.

Ya habíamos hecho varias excursiones con los nenes de tercer grado. Conseguir que nos dejen ir fuera de la ciudad, es extremadamente difícil, porque estamos lejos de todo, pero sí podíamos hacer pequeños paseítos. En uno de esos paseos, uno de los nenes salió corriendo, se cayó y se lastimó. No fue nada grave, pero la madre obvio, puso el grito en el cielo, por la forma en la que la escuela, y especialmente yo, cuidábamos a su hijo. Dijo que… No era por discriminarme, pero una maestra que viera bien, podría haber alcanzado a su nene, y no le habría pasado nada. No sé si fue mi culpa o no. Es cierto que, cuando estaba intentando alcanzarlo, en un momento dejé de verlo y ya no supe qué hacer. Pero quienes vieron lo que pasó, dijeron que de todos modos no lo hubiese alcanzado. Claro, son todas suposiciones. La realidad, era que había una maestra que se estaba quedando ciega, un nene que se había lastimado y que era revoltoso como todos los nenes, y una mamá muy enojada. Decidí dejar ese curso, para que la cosa no pase a mayores. Desde la escuela, me siguieron ayudando mucho. Me dijeron de dar clases en la secundaria, que ahí seguro me iba a ir mejor, porque los chicos eran más grandes, y más entendidos. Pero… No siempre las cosas son como uno cree.

Durante las vacaciones, me puse bien las pilas con todo lo que representaba este nuevo mundo de la ceguera. Lo que más me costaba era la computadora. Es re difícil acostumbrarse a usarla solo con el teclado, y encima con un tipo que te está taladrando los oídos todo el tiempo. En el celular es un poco más fácil, más intuitivo. Pero de todos modos, cuesta. También empecé a recorrer los lugares por los que ando usualmente. Desde hacer los mandados, hasta recorrer la escuela para memorizarme como llegar de un lugar a otro, y sobre todo, el salón donde me iba a tocar dar clases. Al momento de escribir esto, mi ceguera todavía no es total. Puedo ver a las personas y las cosas de cerca, y las letras si están en un tamaño más grande. Pero de todos modos, como sabía que tenía mucho que aprender, preferí adelantarme. De día, uso el bastón verde para quienes tienen disminución visual, y de noche, sí o sí tengo que usar el blanco, porque ya no veo nada. Todo esto viene al caso, de lo que voy a relatar a continuación.

Era el primer día de clases. Pasé por preceptoría. La preceptora me dijo que, ya había hablado con los chicos, y que me había dejado la lista con los nombres de los alumnos en un tamaño de letra que yo iba a poder leer sin problemas.

—Puede que entren alumnos nuevos en los próximos días, así que no la tomes como la lista definitiva. Cualquier cosa, te voy a ir dejando listas nuevas, hasta que hayan ingresado todos.

—Está bien, no hay problema. Muchas gracias.

—No, de nada, no es ninguna molestia.

La saludé, y me dirigí al salón. Al abrir la puerta, todos los chicos estaban hablando. Pero se quedaron callados cuando entré. Fui hacia el escritorio, dejé mis pertenencias, y me senté en la silla, para tomar lista.

—Bueno, antes que nada buenos días, yo voy a ser su nueva profesora. Espero podamos llevarnos bien, y tener un lindo año. La preceptora ya les habló de mí. Sé que hay cosas que se nos van a complicar, pero creo que si trabajamos todos juntos, y cada uno ponemos de nuestra parte, tal vez podamos pasar el año sin mayores complicaciones. Voy a pasar a tomarles lista. ¿No sé si alguien tiene alguna pregunta?

Todos se quedan en silencio.

—¿No? Bueno, entonces empecemos. A ver…

Tomo la hoja que se encuentra sobre el escritorio, y comienzo a intentar leerla. La letra parece demasiado chica. Le había mostrado más o menos a la preceptora como tenía que ser, pero todos podemos cometer errores, y es la primera vez que le toca hacer esto, así que, puede haberse equivocado. Me esfuerzo un poco más, y logro entender qué dice…

—¿MELTROZO, DÉBORA? —Grito, mientras todos comienzan a reírse—. ¿Está Débora Meltrozo?

Continúan riéndose, esta vez a carcajadas.

—¡Aaah! ¿Muuuy graciosos, no? Burlándose de la profe nueva. ¿Bueno, a ver, donde está la verdadera lista?

Un alumno me la alcanza, y esta vez sí, puedo leer los nombres sin problemas. El día continúa sin sobresaltos. Todos parecen prestar atención a la clase. Decidí empezar con un repaso general en lengua y matemáticas, para ver qué recordaban del año pasado. Al final del día, les pedí las hojas con las tareas, y terminamos la clase.

Cuando estuve en mi casa, empecé a revisar las tareas. Agrandaba la letra con una lupa, y, como no tenía la lista definitiva, les asigné un número a cada alumno, dependiendo del lugar en donde estuviesen sentados. Es decir, el número uno es el de la fila de adelante cerca de mi escritorio, el número dos el que está al lado, y así hasta el fondo. Como, si estoy lejos no veo sus caras, y es poco el tiempo en el que estoy cerca, tenía que encontrar una forma de identificarlos sin mirarlos, y sin saber todavía como se llama cada uno. Sé que en algún momento, iba a empezar a asociar sus voces con sus nombres, y con ese número que les asigné. Pero ese momento, distaba de estar cerca.

Segundo día. Repetí la misma secuencia con la preceptora, y me dirigí al salón. Tomé la lista, y comencé a intentar leer, nuevamente.

—¿MELTROZO, ROSA? —Comenzaron a reírse nuevamente—. ¿Aaah, ella es la hermana, no? Muy graciosos, otra vez el mismo chistecito. Bueno, está bien. ¿La verdadera lista, dónde está?

Me la alcanzaron, y pude continuar con la clase.

—No pude terminar de corregir sus tareas, así que me van a tener que esperar hasta mañana. Los métodos que estoy tratando de utilizar, son efectivos por ahora, pero las cosas cuestan un poco más. En fin, empecemos con la clase de hoy.

Estuvieron mucho más dispersos. Los escuchaba murmurar, susurrar, pasarse cosas los unos a los otros… Al final, terminamos la clase, de nuevo tomé sus tareas usando la misma numeración para tratar de saber quién era quien, y me llevé las hojas a casa. Terminé de corregir lo del día anterior, y empecé con ese. Empecé a encontrar cosas muy extrañas. Los nombres que me dieron cuando se los preguntaba, no coincidían ni con los de la primer tarea, ni con los de la segunda. Entonces, tomé como base los de la primera, ya que supuse que luego me habían empezado a mentir. Creo que por lo menos pude identificar al chico nuevo que entró el segundo día. No sé si no le dijeron de la bromita, o si no quiso participar. Pero la verdad, es que ya me estaba dejando de parecer gracioso. La segunda tarea, era todo prácticamente un desastre. Dibujos obscenos, insultos, cosas entremezcladas… Encima, tuve que revisar todo sí o sí, no podía dejar las cosas al azar, o decir a dedo que todos quisieron hacerlo mal. Pero una vez terminé, exactamente eso, era lo que había pasado. Y todavía, me faltaba solucionar el problema de la lista, si no quería encontrarme con alguna otra parienta de las señoritas de estas dos primeras clases. Lo que hice, fue copiar la lista entera de nombres, en braille. Y, si la preceptora me decía que había algún otro alumno nuevo, lo agregaría al final. Si no, continuaría con mi lista.

Al día siguiente, hablé con la preceptora, y me quedé un ratito más comparando la lista con ella. No quise comentarle nada de las situaciones que me habían ocurrido con los chicos. No quería que se los rete. No creo que lo hayan hecho porque sean malos, si no que les habrá parecido divertido. Fui al salón, tomé la lista del escritorio, hice de cuenta que iba a leerla, y la hice un bollito, y la tiré a la basura. Se quedaron impresionados.

—¿Profe, se enojó? Acá está la verdadera lista, tome. —Me dijo uno de ellos.

—No, no se preocupen. Yo tengo mi propia lista.

Saqué las hojas en braille, y comencé a leerlas. Todavía me cuesta mucho, no leo tan rápido, por lo que me tomó bastante tiempo. Pero con práctica, sabía que podía lograrlo. Quedaron aún más impresionados. Pero eso, no era todo lo que les tenía preparado…

—Atención chicos, acá están sus tareas. Para cada uno, la ordené de la siguiente forma. Están abrochadas con ganchitos. Tarea del primer día, corrección. Tarea del segundo día, corrección. Y al final, a cada uno le pegué un cartelito con su nombre, para que, tanto ustedes como yo, sepamos quienes son. Porque me parece que se les olvida a veces… ¿No? En fin, si alguno no se acuerda de como se llama, podemos preguntar en preceptoría, o mejor todavía, llamar a sus padres. Tal vez ellos sepan los nombres que les pusieron…

Algunos días después, llegó un golpe de suerte, una oportunidad de que todos nos relajemos un poco. Siempre se suelen hacer solicitudes de viajes a lugares que están en la capital. Pero, debido a que estamos lejos, como mencioné más arriba, esas solicitudes a veces no se aprueban, o la aprobación llega demasiado tarde. Y este fue el caso. La directora me informó que el curso del año anterior, había hecho una solicitud para ir al museo de ciencias naturales. Pero que esta aprobación no había llegado si no hasta ahora. Desventajas de vivir, en el interior de la provincia. Así fue, como mis alumnos y yo, nos ganamos un viaje al museo. Tuvimos varias dudas de como nos íbamos a organizar. El viaje era largo, y la cantidad de horas que íbamos a estar ahí, era equivalente a las que teníamos de ida y vuelta. Un desastre. Pero bueno, como dicen, a caballo regalado…

Debido al escaso personal que tenemos en la escuela, no se me pudo asignar un acompañante. Pero se les habló a los chicos para que me ayuden, y me acompañen en el museo, en caso de que lo necesite. También, habían especificado a través del ministerio de educación, que íbamos a hacer la visita, y que había una persona con discapacidad. En fin, el día acordado nos reunimos bien temprano en la plaza central de la ciudad con los alumnos, y emprendimos viaje. Para la media mañana, teníamos unos alfajorcitos. Llevamos termos con agua caliente, y para tomar mate, café o té. Todo iba bastante bien, hasta que llegamos. Nos presentamos en la entrada del museo, di el nombre de la escuela y de donde veníamos, pero nos dijeron que no estábamos en la lista de escuelas que iban a visitarlo ese día…

—No, lamentablemente no, no están. Y mucho menos tenemos especificado que usted tenía una discapacidad. Le pedimos mil disculpas, pero no podemos ayudarla.

—¿Pero, y ahora que hacemos? No podemos volvernos. Vinimos de muy lejos. Pagamos el micro, llenamos todos los papeles. Le pido por favor que trate de darnos una solución.

—Está bien, déjeme ver qué puedo hacer. Espérenme un momento acá por favor.

La verdad, no se me ocurrió qué pudo haber pasado. Evidentemente hubo una falta de entendimiento entre el ministerio, la escuela, el museo… Nos quedamos en la entrada un rato, hasta que volvió, y nos dijo:

—Bueno, podemos dejarlos pasar, pero no vamos a poder asignarle un guía o acompañante. Le pedimos mil disculpas. No sabemos de quién fue el error, pero es lo único que podemos hacer.

—Está bien, no hay drama, yo me arreglo con los chicos.

—Bueno, pueden pasar. Acá les dejo un mapa del museo para que puedan circular por el mismo sin problemas. —Estiré la mano para agarrarlo, pero ya se lo había dado a la alumna que me hacía de guía.

Ingresamos, y comenzamos a recorrerlo. Había tratado de investigar todo lo que encontré sobre el museo, y sobre lo que presentaba en sus distintas secciones y muestras, para poder ir dándoles una clase, aunque sea resumida. Pero claro, yo contaba con que íbamos a tener guía, y no fue así. Y el echo de no tener un acompañante o asistente, complicaba las cosas todavía más. A medida que pasábamos por las distintas secciones, fui notando que se dispersaban. A veces se alejaban un poco de mí, y ya no podía verlos. El alumno que me acompañaba de repente era otro. Muchos no prestaban atención, o estaban con los celulares, o hablaban y se reían. Mientras intentaba dar la clase, me caían bollitos de papel en la nuca, y al darme vuelta, evidentemente no había nadie. Intenté llamarles la atención, pero claro, era muy difícil si no podía ver en donde, y qué estaba haciendo cada uno.

Así las cosas, llegamos al fin a una de las secciones más conocidas del museo; la de los dinosaurios. Todos se quedaron callados. Empezaron a prestar atención. Pude empezar a explicar todo lo que sabía, todo lo que había estudiado. Logré llegarles con un tema que, al parecer realmente les interesaba. Estaba impresionada. Jamás me había sucedido esto con este curso. Sentía que, tal vez, a partir de ahí, las cosas podrían empezar a cambiar.

—¿Disculpame, estás estudiando? —Me dijo una señora mientras me tocaba suavemente el hombro para no asustarme.

—¿Quién, yo?

—Sí… Bueno, lo que pasa es que te vi solita acá, y como estás con el bastón y hablando, no sé si estás estudiando o estás perdida.

—Ah… Sí… estoy estudiando, pero ya terminé. ¿Podría acompañarme a la salida por favor?

—sí claro, no hay problema, yo te llevo, quedate tranquila. Tenés que venir con alguien, no tenés que andar solita. ¿Vos andás solita para todos lados? No deberías, con lo peligroso que está todo. ¿No tenés quién te acompañe? ¿Te espera alguien afuera?

—No se preocupe, usted déjeme en los escalones de la salida, que yo ahí me arreglo.

—¿Segura? Bueno, si vos lo decís, está bien.

Llegamos, me dejó ahí, me dio más consejos de seguridad, y se fue. Me fijé la hora, y faltaba todavía media hora para que salgamos. Lo que creo que sucedió, fue que, despacito, calladitos y haciendo el menor ruido posible, se fueron del sector, mientras yo estaba hablando.

Quince minutos después, llegó el chofer del micro. Le expliqué la situación, esta vez sí, ya no pude ocultarlo. Me dijo que subiera, y me quedara tranquila. Que él iba a fijarse que todos salgan y suban al micro. Y así lo hizo. Un rato después, arrancamos. Me senté al fondo, y sin decir ni una palabra a nadie, comencé a escribir estas líneas que están leyendo ahora. Por último, cuando faltaba poco para llegar, me levanté de mi asiento, fui hacia el frente, y les dije lo siguiente:

—Saben chicos, cuando yo tenía su edad, no hace tanto tiempo tampoco, no se me cruzaba ni por casualidad por la cabeza, que iba a quedar ciega. Ni en lo más profundo de mi mente, me lo hubiese imaginado. Pero hace un tiempo, me encontré con esta realidad. Y, aunque intento enfrentarlo y sobrellevarlo de la mejor forma posible, entiendo que no todo depende de mí, como les dije el primer día. Las personas con discapacidad, somos capaces de hacer muchísimas cosas. Pero entendemos también, que para muchas otras, necesitamos ayuda. Esa ayuda, no precisamente tiene que venir de ustedes, claro que no. Pero si hubiesen facilitado un poco las cosas, este viaje, no habría sido en vano. Porque tienen que aprender a reconocer dos cosas. Primero, es el sacrificio que, tanto sus padres como la propia escuela, hacen para que ustedes puedan viajar, y conocer lugares y obtener conocimientos y experiencias que, de otra forma no podrían. Y segundo, que, discriminar y burlarse de alguien, ya sea por su discapacidad, o por cualquier otra razón, no está bueno. Porque así como se burlan de mí, tal vez, el día de mañana, aunque espero que no, puede que alguien más se burle de ustedes. El respeto, la comprensión, el entendimiento hacia el otro, es lo que va a hacer un mundo un poco más justo para todos, incluso para ustedes. No sé si voy a poder seguir dándoles clases. Pero espero, que esto que les digo, les sirva de algo. Espero que aprendan a respetar a los demás, pero también, y más importante todavía, a respetarse a sí mismos. Que entiendan que, cada pequeña acción, cada palabra, tiene valor, y que tiene consecuencias en las personas. Y que estas consecuencias, pueden ser tanto positivas, como negativas. Y el decidir como nos comportamos frente a los demás, y a las distintas situaciones que nos tocan vivir, depende exclusivamente de cada uno de nosotros. Muchas gracias.

La búsqueda

Esta entrada, es la tercera parte de una trilogía. Si no leíste la primera (El encuentro) y la segunda (La Parca) te recomiendo que las leas. Podés acceder a ellas a través de la etiqueta La Muerte.

Es tarde. No sé que tanto, pero más de la 1 de la mañana seguro. No puedo dormir. Como tantas otras veces, no puedo dormir. A la noche, cuando estoy sola, cuando solo mi propia mente me habla y me escucha, es cuando mis miedos y preocupaciones afloran. Es cuando comienzo a hacerme preguntas, para las que no tengo respuestas. Empiezo a dar vueltas en la cama. Muchas veces intento ver una película, leer un libro, empezar una serie que me interese, escuchar música relajante, o algo que me tranquilice, como alguno de mis discos favoritos. The Dark Side of the Moon de Pink Floyd, El mal querer de Rosalía (sí, así de complicada soy) o algún otro que me distraiga, que me haga pensar en otras cosas. Entre todo eso y meditar o practicar reiki, casi siempre me termino durmiendo.

Esta vez, nada funciona. Y no es que haya intentado todo eso. No tengo ganas de intentar nada siquiera. Es como si, de un momento a otro, las ganas de hacer algo, se me hubiesen apagado por completo. Me siento una extraña en mi propio cuerpo, en mi cama, en mi casa, en el mundo. Siento como si no tuviese que estar aquí. ¿Y si yo no estaba tan equivocada? ¿Y si en realidad, antes no era mi hora, pero ahora sí? ¿Y si ella viene finalmente a buscarme?

Intento relajarme. Estoy boca arriba y con la cara destapada. Pongo mis brazos al costado del cuerpo, y trato de cerrar los ojos, y de a poco, no pensar en nada. Me imagino a mí. Imagino que me voy haciendo pequeña. Cada vez mi tamaño disminuye más y más. Si alguien quisiera verme, no podría. Soy ya tan pequeña, que ni yo misma puedo distinguir cuan diminuto es mi propio cuerpo. Soy como un punto en una pared. Como un granito de tierra. Como un pedacito minúsculo de piel que se despide del cuerpo. Como un microbio. Puedo moverme. puedo salir, puedo volar. Me dirijo hacia el pequeño espacio que queda entre las 2 ventanas corredizas de mi habitación. Salgo por ahí, paso por entre uno de los agujeros de la reja, y comienzo a volar. Empiezo a recuperar mi tamaño, hasta que vuelvo a ser como siempre. Continúo volando. La mayoría de las ventanas de los edificios y casas cercanos se encuentran cerradas, y con las luces apagadas. Solo alguna que otra persona no podrá dormir todavía. Desciendo a la calle. Las que hasta hace un poco más de un mes, se encontraban repletas de vida, hoy parecen postales tristes de una casa abandonada, cuyos propietarios siguen manteniéndola limpia, por si algún día la vida regresa a como era antes. Aquellas, en las que pasaban muchos autos por día, ahora solo tienen un colectivo esporádicamente, y un auto cada tanto. Incluso en las avenidas que antes estaban tan concurridas, hay momentos en los que no pasa nadie. Algunos sí viajan, claro. Los que tienen que ir o volver de trabajar. Pero incluso para ellos, cuyas rutinas laborales prácticamente no cambiaron, observar esta ciudad tan distinta les genera una sensación que no pueden explicar. Floto a centímetros del asfalto. Continúo recorriendo la ciudad. Cada vez me alejo más. No sé donde voy, no sé qué estoy buscando, no sé por qué estoy haciendo esto. ¿Y si alguien me ve? ¿Puede decirse que estoy violando la cuarentena?

Una ambulancia pasa cerca mío a toda velocidad. Un patrullero pasa a los pocos minutos. Un chico en una moto de una empresa de delivery pasa después. Un camión se para en una estación de servicio a cargar combustible. Muchas cosas continúan pasando como antes, pero a un ritmo más lento. Es como sí, además de ponerle pausa a ciertas cosas, a otras, las hubiésemos puesto a una velocidad menor. Voy hacia los lugares más transitados usualmente. Los subtes, los mercados, las plazas. El alumbrado público permanece expectante hasta que tenga a alguien a quien iluminar. Tal vez estoy desvariando. Tal vez me volví loca. Tal vez estoy soñando. Tal vez estoy despierta. Tal vez, todas esas cosas al mismo tiempo. ¿Qué buscamos cuando salimos? ¿Qué buscamos cuando tratamos de escapar de la realidad? ¿O, por el contrario, qué buscamos cuando no estamos conformes con ella, cuando queremos cambiarla, modificarla, adaptarla a lo que queremos? ¿Qué hacemos con eso que teníamos tan por seguro, pero que ahora no nos deja dormir?

Sigo avanzando. Me encuentro en la plaza de mayo. Sí, en uno de los lugares más icónicos de todo el país. Miles de luchas, miles de reclamos, miles de voces aparecen impregnados como una marca distintiva en este humilde y pequeño espacio. Más de 200 años de historia, que hoy se encuentran acallados, pero jamás enmudecidos. Gritos de júbilo, de bronca, de desesperación, de ira, enojo, alegría, tristeza, llanto. Todas las emociones que podemos tener, se sentían como propias, pero a la vez reflejadas en multitudes, que estaban acá por lo mismo que vos, que yo, que todos. ¿Te imaginás? ¿Cientos de miles de personas marchando para exigir barbijos, alcohol en gel, comida, agua, luz, un celular o una compu para estudiar? Pero no, no se puede, eso no se puede, no se debe, está mal. La libertad, se convirtió en un síntoma de una enfermedad que no todos tenemos, pero que cualquiera puede tener. Y eso, es lo que la hace diferente, especial, hasta podría decir que, temible y terrorífica. Tanto así, que hasta salir de nuestras casas con todas las precauciones que podemos tomar, nos da miedo. ¿De qué manera podemos proteger a los demás, si se nos hace tan difícil protegernos a nosotros mismos?

Decido volver. No encontré respuestas, solo más preguntas. ¿Qué busco? ?Dónde? ¿Por qué? Siempre extrañamos lo que no podemos tener. Lo que antes nos parecía tan cercano y familiar, hoy es un lujo que nadie puede darse. Es un arma, un puñal por la espalda. Y no es que no quieras confiar en nadie, solo que no podés hacerlo. Porque, ni siquiera podés confiar en vos. Ni siquiera podés tener la certeza de que estás haciendo lo correcto, de que no tenés, y no podés contagiar la enfermedad. ¿Entonces, como podrías hacer lo mismo con los demás?

Voy por las calles mirando, escuchando, tratando de sentir. Me paro en las esquinas un rato, esperando que algo pase, que alguien llegue, que alguien pase. Miro a través de las ventanas cerradas tratando de encontrar aquello que ando buscando. ¿Pero, qué es? ¿Quién es? ¿Dónde está el Príncipe Salvador que rescata a las princesas en peligro en los cuentos de hadas? ¿Dónde están aquellas que no necesitan ayuda, y a las que solo les bastan sus propios poderes, habilidades y fortalezas para salvarse? ¿Dónde están los héroes y las heroínas que rescatan a la humanidad de las fuerzas malignas? No, lo sé, no estoy tan loca como para no saber que todo eso no existe. No soy tan infantil como para no entender que los cuentos de hadas, son solo eso, cuentos. Es solo que tal vez, tener una visión más superficial de todo, sería más fácil. Tal vez, creer que va a llegar el milagro, la solución de algún lado, sería mucho mejor que enfrentarse a la realidad. Porque sí, hay héroes. Son los médicos, enfermeros, personal de limpieza, cocineros, que salen todos los días para ir a los hospitales. Es el pibe del delivery que te trae la compra a tu casa para que no tengas que salir. Son los que se quedaron sin ingresos, y tienen que salir de todos modos a darles de comer a sus familias. Sí, son héroes. Pero también son humanos. Como vos, como yo. Y no tenemos que olvidarnos de eso. Y recordar que, a pesar de que son héroes, también tienen que cuidarse para no contagiarse, también tienen miedo de enfermarse, de infectar a sus seres queridos, y de morir, al igual que nosotros.

Ya está amaneciendo. Las veredas se encuentran repletas de las hojas secas que, en el otoño se caen, para dar lugar a otras que florecerán en primavera. Tal vez, somos como las hojas de estos árboles. Caímos, pero pronto volveremos a florecer. Mientras tanto, sigamos buscando eso que nos mantiene vivos, para que ella, no tenga que venir a buscarnos. El día sigue su curso. La gente comienza a despertarse, a salir. Los tapabocas como distintivos de una especie que, por primera vez, en su totalidad, tiene al menos una noción de lo que es estar enjaulados, y usar un bozal. Tal vez, esto sirva, no para encontrar algo afuera, si no, para encontrar algo más en nosotros mismos. Tal vez, y solo tal vez, esto sirva para que, al menos algunos, nos demos cuenta del daño que le hacemos al planeta, a las otras especies, a la propia humanidad. Espero que sea así. Porque si no, el pensamiento de que todo va a volver a ser exactamente como era antes, no es muy alentador.

Regreso a mi cama. Poco a poco vuelvo a recuperar mi cuerpo, y la sensación de todo lo que me rodea. Antes de ser totalmente consciente de mi misma nuevamente, escribo lo siguiente:

Hasta luego, señora muerte. Perdón por tanto divague, supongo que, parafraseándome a mí misma con lo de los árboles, me fui por las ramas. Pero bueno, que le voy a hacer, a veces soy así. Le dejo muchos saludos, y de verdad espero no volver a verla en mucho tiempo.

El encuentro

Esta publicación, es la primera parte de la trilogía “La Muerte”. Podés acceder a la trilogía completa acá.

Camino por un oscuro pasillo. Se supone que está iluminado por luces tenues y espaciadas, pero debido a que soy ciega, no las puedo ver. Mi grado de ceguera, solo me permite distinguir la luz de la oscuridad, y cuando está soleado o nublado.

Jamás pensé que iba a venir hasta aquí. Tantas veces estuve cerca, que siento que, a pesar de nunca haber recorrido este camino, se me hace familiar. Es como sí; ya hubiese pasado por acá, o como si hubiese soñado con él en algún momento. Aunque este viaje fue muy inesperado, decidí vestirme para la ocasión, espero sea de su agrado. Tengo un vestido negro largo hasta los pies, y unos zapatos también negros, cuyos tacos, resuenan en el eco de este largo pasillo. El vestido es abrigado, ya que sabía que a medida que me fuese adentrando en este lugar, la temperatura ambiente iba a ir descendiendo considerablemente. Continúo caminando. Como siempre, mi cabeza no se queda quieta ni en las situaciones más límites y desesperantes. Trato de imaginar su voz, su forma de hablarme, de expresarse… ¿Se habrá enojado conmigo? Digo, sé que no le hice nada realmente; pero… qué se yo, jamás tuve la posibilidad de estar tan cerca. Pienso en mi vida, en mis cosas, mi casa, mi familia, todo aquello que, de un momento a otro tenemos, y luego…

Me choco de frente con la puerta. Siempre me pasa lo mismo. Puedo tener el bastón, llevar las manos adelante, y aún así, si voy distraída, me voy a chocar cualquier cosa que tenga en frente. Creo que muchas veces habrán pensado que soy una tarada. ¿Pero, tenía que pasarme justo ahora? ¿Justo cuando voy a uno de los encuentros más importantes de toda mi vida? ¿Esperen… Vida? ¿Está bien decirlo así? ¡Ay, estas cosas me confunden!

Toc, toc, toc.
Sí, sé quien sos, dale, pasá, te estaba esperando.
Muchas gracias le respondo.

Abro la puerta, y entro a una habitación extremadamente oscura. Es tanta la diferencia, que puedo distinguir por la puerta todavía abierta detrás de mí, la claridad que iluminaba el pasillo. Y eso, considerando que en los últimos tramos, las luces, según sabía yo, eran casi inexistentes. Cierro la puerta, y me quedo parada, esperando…
Adelante tuyo, a apenas unos pasos, tenés una silla. Sentate. Estoy revisando algunas cosas. Termino y enseguida estoy con vos.

Es una voz grave, sí; y de una persona mayor, pero nunca pensé que pudiera ser así. La imaginaba tétrica, poderosa, hasta terrorífica. Por el contrario, es cálida, suave, e inspira confianza.
Bueno, ya estoy. ¿Contame, porqué estás acá?
Em, no sé, creí que tal vez… no sé…
—¿Había llegado tu hora? No, lo siento, pero todavía no.
—¿Lo siente? ¿Enserio?
Sí, enserio. ¿Sabés? Te me venís escapando de chiquito… Ay, perdón, chiquita. No me acostumbro a estas cosas todavía.
Sin embargo, usted se llevó a muchas de nosotras.
Es mi trabajo, es lo que me toca hacer. Pasándolo a términos tuyos, soy una trabajadora más. Acá, no mando yo. Igual, no es llevar precisamente lo que hago. Digamos que los acompaño, los ayudo a pasar al otro lado.
—¿Me va a ayudar a mí también?
Sí, cuando te llegue la hora, claro. Pero todavía no es. Igual, convengamos que esta vez estuviste bastante cerca. Si te hubieras caído un poco más para el costado, estaríamos hablando en otros términos.
No sé exactamente qué me pasó, todavía no me desperté, así que no puedo decir nada. ¿Cómo sé que no me está mintiendo? ¿Cómo sé que puedo confiar en usted?
Mirá, en primer lugar, si estuvieras muerta yo te hubiese ido a buscar a vos, y no vos a mí. ¿En segundo lugar, es enserio? ¿Qué ganaría yo con mentirle a la gente? No, no soy yo la que gana algo con eso, creo que te estás confundiendo.
Está bien, no se me enoje, entienda que no es fácil hablar con usted. Estoy un poco nerviosa en realidad.
—No pasa nada, te entiendo. Sigamos.
—¿Me imagino que no va a responder todas mis preguntas, no?
No, claro que no. Pero vos hacelas, y voy a responder las que pueda, como hasta ahora. Igual, no tengo mucho tiempo, así que te voy a pedir que seas lo más breve posible.
—¿Por qué? O sea, disculpe la intromisión. ¿pero, tiene más trabajo que antes?
—No, realmente no, la gente fallece todos los días. Esta situación con la pandemia, solo me da a mí una perspectiva diferente, una forma distinta de trabajar. Pero hay miles de personas muriendo por otras miles de razones. Es más, siendo sincera, las muertes por esta enfermedad, no son tantas a comparación de las que mueren por otros motivos. Claro que no lo estoy minimizando, no. Solo es una comparación numérica, en cantidad de personas. Para mí, se sumó una razón más a la de la lista por las que muere la gente, y eso lo hace interesante. Pero en sí, el problema lo tienen ustedes, no yo. ¿Pero decime, por qué estás acá? ¿No es para hablar de la Covid19, no?

—No. O bueno, sí. Pero tal vez no de esta manera. Lo que pasa, es que, pienso que es tan injusto todo esto. Tal vez nos cuidamos de esta enfermedad, tomamos todas las precauciones, y tratamos de proteger a quienes son factores de riesgo. ¿Pero, quienes protegen a los que mueren por otras razones? ¿Quienes protegen a los que pueden morir de hambre, víctimas de femicidios, quienes mueren por crímenes de odio?

—Esas preguntas, no son para mí. Son los propios seres humanos los que no se protegen a sí mismos. La diferencia con el virus, es que no hay forma alguna de evitarlo. Que es muy contagioso. Que puede agarrarle a cualquiera, incluso a ellos. Ese es el miedo realmente. El miedo a algo sobre lo que no tienen control. Los crímenes de odio, los femicidios, es algo que no se contagia, y que no afecta a toda la gente. Pero me estás haciendo perder el tiempo, porque estas cosas, ya las sabés. Estás buscando a alguien que te de explicaciones, que ya están en tu cabeza.

—Sí, lo sé. Es cierto. Es que tratar de explicar lo que siento, se me hace difícil. Tengo miedo. Tengo un miedo terrible. Es el miedo que tenemos todos, que se yo. Pienso que, no sé… ¿Y si me equivoco en algo? ¿Y si no desinfecto bien alguna cosa, la ropa, la comida, a mí misma? ¿Es como si cada vez que saliera, estuviese jugando a la lotería, pero al revés. ¿Hoy no me tocó, pero y si mañana sí? ¿Qué hago si por alguna cosa que haga mal, pongo en riesgo a la gente que quiero?

—Son muchos supuestos. ¿A qué le tenés miedo realmente? ¿A mí? Es normal tenerme miedo. Todos me temen. No directamente, claro. Pero todos tienen miedo de salir y ser chocados, asaltados y asesinados, de enfermarse de algo que no tenga cura, de morir por alguna razón que no pueden controlar. Tratás de tomar la mayor cantidad de precauciones posibles. Todos lo hacen, o al menos la mayoría. Si te equivocás en algo, si algo está contaminado y no lo desinfectás bien, no podés culparte por eso. Hacer todo lo que se puede, es mucho mejor que no hacer nada.

—Lo entiendo, muchas gracias. ¿Y las razones que sí podemos controlar? Son una forma de evitarlo, de retrasarlo, o eso creo.

—Sí, inevitablemente, tarde o temprano todos van a morir. Todos excepto yo, claro. Pero incluso vos, y no tenés forma de evitar eso. Solo podés hacer cosas para que ese momento, no llegue pronto. O, mejor dicho, para que no llegue, si no querés que llegue. Cuidarte de esta enfermedad, es una forma de que no llegue por algo que es evitable. Pero también, te podés cuidar de otras formas, y me parece a mí que es por eso por lo que estás acá.

—Sí, es por eso. ¿Pero a la vez me pregunto, no es que en realidad, la estoy buscando?

—¿Vos a mí? ¿Estás segura de lo que estás diciendo? No, no, no creo que sea así. Me parece que estás siendo un poquito irresponsable, nada más. Hay cosas que no te las estás tomando con la seriedad que requieren, y eso es lo que te viene llevando desde hace rato, a estas situaciones. Es como cuando les dicen a los niños, portate bien. Lo hacen un tiempo, pero después vuelven a portarse mal de nuevo. Por ahí, deberías tratar de dejar de actuar como una niña, y tomarte tu vida más enserio. El fumador, el alcohólico, tienen una dependencia, es una enfermedad. ¿Lo tuyo, qué es?

—De todas las personas que pensé que me iban a retar, no se me cruzó ni por casualidad, que usted fuese una de ellas. Es difícil. Por el contexto, porque es todo nuevo, porque siempre se me presentan dificultades que me complican las cosas.

—¿Enserio? Mirá vos. Dale, seguí buscando excusas. Sos la única que puede cambiar su ritmo de vida. Solo tenés que proponértelo, y hacerlo. No hay nada más que nadie pueda hacer. ¿Cómo? Eso, ya es cosa tuya. Volviendo a lo de antes, no me estás respondiendo algunas preguntas vos a mí. Creo que me estás ignorando, y como te dije, no estoy para perder el tiempo. ¿Podés ir al grano?

—Como le dije, se me hace difícil explicarme. Es que hay tantas cosas que quisiera saber, que no sé muy bien como seguir. Usted me dijo que, yo no la estoy buscando. ¿Cómo diferencia a los que sí?

—Hay gente que se acerca al peligro, que se arriesgan, que cometen actos que para la mayoría pueden resultar irresponsables, solo para acercarse a mí, y demostrar que pueden “vencerme”, entre comillas, claro. Porque nadie puede vencerme. Son miles las razones por las que lo hacen. Pero no son ellos a quienes me refiero. Si no, a aquellos que no pueden más. A los que no encuentran otra solución, más que buscarme. Porque el resto de las opciones se les agotaron, o no fueron suficientes para ellos. Les es muy difícil continuar en su mundo, cuando las cosas dejan de tener sentido.

—¿También, hay otros que no se resignan, verdad?

—Sí. Es tu caso. Estuviste cerca mío varias veces. Sin embargo, seguís allá, no tenés ganas de venir. Se ve que hay mucho que querés hacer todavía, y eso es lo que te hace seguir adelante, y enfrentarme.

—No voy a hablar de eso todavía, prefiero dejarme para el final. Es la razón por la que no respondí a sus preguntas. ¿Qué pasa con aquellos a los que usted les llega de repente? ¿Qué sienten? ¿Cómo se lo toman?

—Algunos ni siquiera se dan cuenta al principio. Solo llegan, y los acompaño. Se los trato de explicar, pero no logran comprenderlo. Otros, no pueden venir. Debido a situaciones pendientes en sus vidas, quedan dando vueltas en su mundo. Es difícil llevarlos, y a veces necesito ayuda para hacerlos cruzar al otro lado. Pero, por otro lado, hay quienes sí saben que voy a ir a buscarlos. Son los enfermos terminales, por ejemplo. Ellos saben que estoy cerca, que en cualquier momento llego. Algunos se resignan, mientras que otros resisten, y no quieren venir conmigo.

—Cuando un ser querido se nos va y no lo esperamos, es difícil sobrellevarlo. Es difícil seguir acá, con proyectos y sueños, sabiendo que esta persona ya no va a poder concretar los suyos. ¿Usted, qué opina de esa sensación?

—Creo que en muchos casos es un acto reflejo. ¿Si a él le pasó, por qué no podría pasarme a mí? Al fin y al cabo, es lo que te decía antes. Todos me temen. Todos temen que de algún momento a otro los vaya a buscar. Y está bien que sea así, es normal. Lo único en la vida que no tiene solución, soy precisamente yo.

—Pero yo no le temo, o al menos no así.

—Al fin algo que me interesa escuchar.

—Sí tengo proyectos, sueños, cosas que quisiera hacer. Y sí tengo miedo de no poder concretarlas si me muero. Pero, me molesta el hecho de ya no poder estar con mi familia. Pensar en todo lo que me perdería en el futuro si yo me fuera, pensar en qué o cómo podrían hacer ellos para seguir, es lo que realmente me da miedo.

—¿Y si te digo que te mentí? ¿Y si te digo que esta es tu hora, y que todo esto es una preparación para cruzar la puerta? Al fin y al cabo, ya estás acá, y nunca antes estuviste. Es más, estás vestida para la ocasión. ¿Qué más faltaría? Es la hora, tenés que venir conmigo.

Me levanto de la silla y me paro frente a ella.

—Bueno, está bien, vamos. Yo se lo dije, no tengo miedo, no es esa la cuestión. Si usted me dice que nos vamos, no tengo forma de evitarlo. Ya lo dijo usted misma. Es inevitable, y no tiene solución. Entonces, vamos, estoy lista. Y si es mentira, no importa. El día que llegue mi hora realmente, también voy a estarlo, sea en el momento que sea. Esto no quiere decir que me quiera morir. Quiero vivir, y poder concretar todo lo que anhelo. Y poder estar y disfrutar la vida con la gente que quiero y que me quiere. Pero también la respeto, y entiendo que si me viene a buscar, ya no hay nada que pueda hacer. No le podría insistir para que me deje hasta que las cosas estén como yo deseo.

—Deberías entender que en su mundo, nadie es imprescindible. Que por mucho o poco que hagas, siempre te va a quedar algo por hacer, por conocer, por buscar, por realizar, por soñar, sentir, pensar… Sus vidas están llenas de incertidumbres. De idas y vueltas. De subidas y bajadas. De momentos buenos y malos. No tenés que pensar en lo que no podés hacer, si no en lo que sí hiciste, y lo que estás haciendo. No importa lo que sea. Para cada persona, los logros son diferentes, y tienen distinta importancia. Están tan preocupados por lo que no pueden, o no van a poder hacer, que no se ocupan de lo que sí hicieron, o pueden seguir haciendo. Encontrar una razón más para vivir está bien, pero no si esa razón te lleva más cerca mío. Encontrar cosas que hacer, que aprender, tiene que servir para darte cuenta, que hoy sos una persona mejor que la que eras ayer. Lo que sucede, es que vos, y tantos otros, no se lo llegan a creer. Cada vez que hagas algo nuevo, algo bueno, recordá que estás haciendo algo mejor para vos, y para seguir buscando un nuevo motivo para vivir. Así, cuando yo llegue a buscarte, vas a hacer un balance positivo de lo que tenés y lo que dejás, en lugar de uno negativo. No, no es tu hora. Es más, ya tendrías que ir volviendo. Yo también tengo mucho que hacer. Adiós, hasta algún día.

El suceso

Hace poco, me dolía mucho el estómago. Fui al baño porque tenía náuseas. Ahí empecé a marearme. Intenté sostenerme de la puerta y el lavamanos, pero no resultó, y me desmayé. Caí dentro de la bañera, con la cabeza y la espalda contra la pared del costado de la misma, y las piernas colgando hacia afuera. A mi izquierda, aunque un poquito lejos, estaba la canilla de abajo de la ducha. Estuve un minuto inconsciente hasta que recuperé el conocimiento, y pude pedir ayuda a mi familia. Cuando llegaron, ya estaba levantándome sola. Estoy bien. Tengo que cuidarme de no comer mucho ciertos tipos de harinas, parece que eso es lo que me inflama cada tanto.

Por supuesto, este diálogo nunca ocurrió, es totalmente ficticio… ¿O no? No lo sé, no recuerdo nada de ese minuto. Tal vez, cuando estamos cerca del otro lado, todo lo que ocurre sea atemporal, al menos para nosotros, no para ella. ¿Nunca les pasó de tener un sueño muy largo, y cuando se despiertan pasaron solo 5 minutos desde que se durmieron? O al revés. ¿Tener sueños extremadamente cortos, y resulta que durmieron toda la noche?

La plaza del barrio

Muchos de los cuentos e historias que van a ver en este blog, están basados en sueños. Son sueños vívidos, cosas que me acontecieron en lo más profundo de mi imaginación, y que se hicieron parte de mí. Parte de lo que hoy en día, estoy construyendo en mi vida. Tal vez, y solo tal vez, algo de esto sirva para comprender un poco, como es que somos tan diferentes los unos de los otros como seres humanos.

Basada en un sueño

Nos sentamos sobre las ramas de los árboles de una calle que daba directamente a la avenida principal. Era pasando el mediodía, el sol estaba radiante en la calle, pero en los árboles el viento se hacía sentir. Desde ahí, teníamos una muy buena vista de que pasaba en dicha avenida. Estábamos impresionados. Desde la mañana venía llegando gente con autos re copados. Estaban brillantes, ni una sola pisca de mugre. Nunca habíamos visto algo así por acá. Estaban por inaugurar la plaza del barrio. Había nenes, claro. Pero no eran como nosotros, eran todos nenitos bien vestidos, con uniforme de escuela y todo. Pero lo más importante, tenían comida, y era mucha. Facturas, galletitas, y estaban preparando ollas con leche chocolatada, o al menos eso parecía. El estómago de uno de mis amigos hizo ruido y yo me asusté, aunque me di cuenta que no iba a pasar nada, están tan ocupados con el acto, que ni siquiera miraban para acá. Pensé en que parecía otro mundo distinto, como si fuese un planeta a parte o algo así. Estuvimos mirando todo el acto. La parte más aburrida fue la del discurso, ya ni recuerdo que decían. Cuando terminó, los chicos se fueron, pero los adultos se quedaron un poco más para levantar todo lo que habían armado. Bajamos de los árboles, cruzamos la calle y nos sentamos del lado del frente, en ronda, sin decir una sola palabra, no hacía falta. Nos miramos entre nosotros, y luego volvimos a mirar otra vez hacia la avenida, esta vez sin escondernos, porque ya habíamos entendido que nadie se iba a fijar en 6 nenitos flacos y mugrientos. La cantidad de comida que les había sobrado era impresionante, se podía ver bien, se ve que habían esperado que vaya más gente, aunque supongo que los adultos de por acá no quieren mucho a los políticos. ¿Cómo los iban a querer en un pueblito en donde apenas si tenían electricidad en algunas casas?
—¿Y si… vamos a pedirles algo? —Preguntó uno de los chicos.
—¿Y quién va? —Añadió otro.
Todos nos quedamos mirándonos por unos momentos interminables.
—Voy yo —les dije.
Me miraron claramente sorprendidos e impresionados. Sin siquiera meditarlo, me paré. Ellos se pararon justo después de mí. Fui por primera vez consciente de mi apariencia. Soy la única nena del grupo, y soy más bajita que los chicos. Tengo un vestido bastante manchado y lleno de tierra que me queda más grande de lo que debería, y tengo el pelo muy largo y sucio. Trato de sacudirme lo más posible la tierra, me doy vuelta, y empiezo a caminar hacia la avenida.
Al llegar, observo un poco la situación, y me doy cuenta que, al parecer, es una señora la que está a cargo porque se la pasa dando órdenes de un lado para el otro. Bajo a la calle, y me acerco a ella despacio, pero procurando llamar su atención.
—Disculpe…
—¿sí? ¿Qué querés?
—Bueno… Yo quería saber si no nos puede dar, para mí y para mis amigos, un poco de la comida que les sobró. De todos modos ustedes la iban a tirar, y algunos de nosotros no comemos desde ayer. Se lo agradeceríamos mucho.
—¿Qué? ¿Estás loca? ¿Por qué habría yo de darte comida? ¿Qué me viste cara de beneficencia a mí? Tomatelá mocosita antes de que te dé una paliza.
—Disculpe señora, pero yo no le falté al respeto, yo solo quería algo para comer, nada más, no tiene por qué tratarme así.
—Ah, ahora vos me vas a decir como tengo que tratar a una mocosa insolente, y encima mugrienta. ¿A ver, y que manos usarías para comer? ¿Esas que tenés todas sucias?
—Le dije que yo solo quería algo para comer, no tiene que tratarme así, a ustedes eso les sobra. Pero sabe que, muchas gracias. Váyase a la mierda.
—¿Qué dijiste?
Me di vuelta y me estaba yendo, cuando me agarró por la espalda, me levantó, me puso acostada sobre uno de sus brazos, y con la otra mano me empezó a dar chirlos en la cola. Me dolió, sí, pero ni ahí le iba a dar el gusto de ponerme a llorar al frente de ella. Al final, me bajó al piso, y me dio vuelta para que la mire.
—Espero que con esto te alcance para entender que las personas como yo no tenemos que darle explicaciones a mocositas insolentes como vos, y que no tenés por qué faltarme el respeto.
El respeto primero me lo había faltado ella, pero no le dije nada. Me soltó, me di vuelta y me fui. Cuando estaba a unos 20 metros, me di vuelta, la miré con cara de odio y le saqué la lengua. Me vio, porque se había quedado mirándome cuando me estaba yendo. Seguí mi camino hasta llegar a la calle donde estábamos al principio. Los chicos estaban ahí esperándome, justo en la esquina. Yo me puse a llorar, y seguía llorando cuando nos tomamos de las manos, y empezamos a caminar hacia adentro, hacia ese submundo al que llamamos pobreza.