Para mi cumpleaños número 28, en noviembre de 2016, una gran amiga mía me regaló un hermoso cuentito. Este cuento, es uno de los regalos más lindos que recibí. No sólo porque no es un regalo material, si no porque además, supo expresar tan bien mucho de lo que ambas sentíamos, de lo que pensábamos, de lo que nos preocupaba, de lo que nos emocionaba; que decidí compartirlo con el simple objetivo de que cierren sus ojos, abran sus mentes, y se dejen transportar al mundo de la fantasía, o… Al de la realidad, quien sabe…
Mariposa
Me siento en uno de los sillones redondos y sostengo el zapato media indecisa. Estoy demasiado pensativa y por un momento siento que no es correcto que yo esté allí.
Me descalzo, apoyo los pies sobre el suelo helado intentando reflexionar sobre algo que no termino de entender y no lo consigo. El ruido de la puerta de cristal hace que me quede quieta con el zapato entre los dedos y los labios entreabiertos. Una señora ha entrado; la veo dirijirse a uno de los sillones, sentarse tranquilamente y hacerle una seña a una de las muchachas del lugar.
-Ay… ¿no te animás a alcanzarme esos? -Pregunta con una voz demasiado sonora que no parece agradarle a mis tímpanos-. Los rojos… esos de ahí -agrega señalando unos tacones del estante más bajo. La muchacha sonríe (o al menos lo intenta), y procede a tomar unos idénticos que se encuentran cinco estantss más arriba.
-¡No! -exclama con intencionada fuerza la mujer, y en un segundo todas las miradas de la zapatería se posan sobre la delgada vendedora. Creo que tiene las mejillas sonrojadas, pero el cabello que cubre su cara cansada no me deja asegurarlo con certeza-. Te dije que quería esos -continúa en un tono más bajo, pero lo suficientemente alto como para que todos escuchemos.
Seguramente conteniendo un suspiro, la muchacha se agacha. De repente la señora, que antes me había parecido bonita, se vuelve un alcón, y la joven muchacha, cuyas rodillas ahora tocan el suelo y cuya espalda se inclina para que sus frágiles dedos puedan sujetar esos zapatos, que seguramente cuesten la mitad de lo que ella gana en un mes, se transforma en una pequeña perdiz, sometida al pájaro más grande, al más desagradable.
Cuando la muchacha le entrega los zapatos, la señora disimula una sonrisa bajo un pañuelo con el que finje secarse el sudor.
-Necesito que me ayudes -casi que ordena-, es que siempre me costó ponérmelos…
-¿No quiere llevárselos y probárselos en su casa, que puede estar más tranquila? -Pregunta la joven en un intento desesperado por ebadir esa desagradable tarea. No le corresponde hacerlo, tampoco, pero seguro sabe que se juega el trabajo. Andá a saber cuánto le costó conseguirlo, cuánto la explotan y lo mucho que necesitará la miseria de sueldo que seguro gana. No le corresponde, pero ese peso que lleva sobre los hombros, el mismo que la obligó a inclinar la espalda pudiendo limitarse a extender el brazo, el mismo que la obliga ahora a hablar bajito para esconder la umillación que seguro siente, el mismo que la obliga a permanecer parada en una zapatería durante ocho horas o más, es el que hace que llegue al punto de tener que calzar a una señora que seguro tiene sus capacidades motrices en perfecto estado.
-No nooo… ¡mirá si le voy a pedir a mi marido que me ayude con los zapatos! Que ocurrencias las tuyas, ¡muchacha! Te falta mucho por aprender a vos. ¿Tanto te cuesta ayudar? Si es así me voy…
Me muerdo la lengua para no decirle que sí, yo la ayudo con los zapatos. El problema es que si yo la ayudo no creo que los mismos terminen en sus pies. Me sonrojo de furia al verla agacharse (por no decir arrodillarse) otra vez frente a la señora, e intentar colocarle el zapato ocultando su cara de asco. Seguro es algo que ha hecho muchas otras veces, (de hecho fue ella quien me ofreció ayuda al ver que tenía problemas con unas sandalias demasiado ajustadas) pero muy en el fondo debe presentir lo que implica en este momento.
-¡Despacio! -Exclama la señora demasiado cerca del oído de la joven, quien ya no intenta disimular que cubre su rostro con su cabello. Mi enojo aumenta al ver que la vendedora ni siquiera ha rozado sus dedos aún. Ella no dice nada. Clavo mi vista en las dos (al igual que todos allí) hasta que la señora desagradable se va (sin comprar nada, por cierto). La vendedora se acerca a mí, pero mi cara de enojo debe ser un tanto impresionante porque lo hace con mucha cautela. Consciente de ello, intento sonreír, sobra decir que sin mucho éxito. Se acerca a mí y cuando está apunto de agacharse para tomar el zapato, me inclino y se lo alcanzo. Con la otra mano sujeto la que ella tiene libre y la siento temblar.
Mientras percibo sus dedos temblorosos intentando y no queriendo, a la vez, salirse de entre los míos hasta desistir y apretar con fuerza, la miro a los ojos y me acuerdo de vos. Ahora sí, puedo dar forma al pensamiento que rondaba por mi cabeza. ¿Por qué? ¿Por qué esto? ¿Por qué así? ¿Por qué ella, que tiene de buena persona lo que yo de rubia, puede venir acá, tratar pésimo a las empleadas e irse como si nada? ¿Por qué ella puede entrar a una tienda de ropa como si se llevara el mundo por delante y nadie le dice nada? ¿Por qué yo puedo entrar a una tienda de ropa de lo más tranquila sin preocuparme por que no me atiendan, me miren mal o me esperen afuera para darme una paliza, en el mejor de los casos? ¿Por qué alguien como vos tiene que cargar con tanto sola? ¿Por qué tenés que sentir miedo para decir algo tan simple como que querés ponerte un vestido, cuando a mí me basta con abrir el ropero y sacar uno de una percha? Por qué vos (y tantas otras u otros) se tienen que esconder? Por qué… por qué? Sí, ya sé la respuesta, vos también. Pero me paro a pensarlo y es tan frustrante… y me dan tantas ganas de poder cambiarlo todo con el simple hecho de chasquear los dedos…
Y después lo pienso bien y sonrío, porque te veo a vos tan libiana, tan libre, con tantas ganas de volar y empezar a cambiar las cosas, y pensás que podés, y después que no podés, y te frustrás, y cientos de lágrimas resbalan atrebidas por tus mejillas como cientos de veces tus labios se curvan en esa hermosa sonrisa. Y sonrío y te abrazo fuerte, porque yo sé que vos podés. Que vas a poder con todo lo que te pongan delante y que si caés, acá voy a estar, y acá vamos a estar todos para sostenerte, para que un día, al fin, hermosa mariposa, puedas desplegar esas preciosas alas y acompañar al viento que se llevará lejos, no sin esfuerzo, todo aquello que te oprime, que te tira, todo aquello que día a día intenta aplastarnos y undirnos. Sonrío porque sé que un día vas a volar, y todos vamos a estar contigo, y vamos a sentir esa alegría tan única de verte lograr eso que tanto querés, mariposa.
Este es el blog de la autora de este cuentito, para que también puedan leerla:
Me gustó mucho leerte.
Sos una genia.
Tenés una excelente manera de abordar las temáticas y de brindar información.
Muchísimas gracias!